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Columna
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Ramón Gaya en Valencia

No es una casualidad que el pintor y escritor Ramón Gaya, nacido en Murcia en 1910, muriera en Valencia en 2005, porque fue mucho lo que vivió aquí antes y después de sus exilios; aquí tuvo su casa. Y por eso no es extraño que en su centenario una editorial valenciana de prestigio, que siempre le fue fiel, Pre-Textos, se haya hecho cargo de que contemos con su obra completa en una bellísima edición. Ni que entre quienes han cuidado de ella esté su esposa, Isabel Verdejo, valenciana. Ni que sea valenciano su prologuista, Tomás Segovia, un espléndido poeta, que compartió exilio con Gaya. Pero si a eso se añade que el IVAM acoge ahora sus cuadros, su Homenaje a la pintura, es indudable que estamos ante la mejor manera de celebrar su centenario. El pintor y el escritor, juntos. Porque por más que Gaya se empeñara en que él era un pintor que escribía, para mí es tan singular y lúcido el Ramón Gaya escritor que soy incapaz de disociarlo del que pinta, de modo que si el Gaya que siente y reflexiona con una prosa y un verso exquisitos es el que mira y pinta con un pincel igualmente delicado, pues toda su obra creadora es a mi modo de ver una totalidad, al contemplar su pintura lo releo. Eso que Alberti quería y no sé si consiguió -"Diérame ahora la locura/ que en otro tiempo me tenía/ para pintar la poesía/ con el pincel de la pintura"- lo consiguió Gaya. Y lo logró porque su desinhibido trato con la tradición le permitió también un diálogo con el tiempo que, lejos de mostrárnoslo antiguo, nos lo reveló radicalmente contemporáneo. Convirtió en arte su amistad con sus mejores coetáneos, pero tradujo igualmente en amistad cierta el disfrute artístico de su relación con fieles amigos del pasado. Uno de esos amigos del pasado es, por ejemplo, Rembrandt. En sus diarios dice que, a la vuelta de la guerra y el exilio, bajo los efectos todavía del duro trajín de una vida dolorosa que se transforma en modo de conocimiento, Rembrandt le esperaba en el Louvre como un amigo perenne. Cuando Gaya nombra la amistad, quizá nombre el intercambio, la comunión con el otro, y en un cuadro con otro cuadro dentro, que vemos en el II Homenaje a Rembrandt, así lo expresa. Allí, más que Rembrandt está Gaya otra vez, poseído por Rembrandt, o un Rembrandt transformado por Gaya, a quien, a través de una ventana le llega de un paisaje -quizá holandés, tal vez mediterráneo- la luz que el propio Gaya proyecta sobre Rembrandt, o mejor, sobre su obra. Y esa ventana abre a la vez la posibilidad a nuestra imaginación de espectadores para inventar otro cuadro y participar con Rembrandt y Gaya de esta recreación del mundo. Así, en ese otro tercer cuadro, apenas vislumbrado, entre leves ensoñaciones de arboledas o sombras, vuelve a estar Ramón Gaya. Y nosotros con él. Cuando se viaja con este andariego de la vida y el arte, tanto en la pintura como en la escritura, nunca es para llegar a una sola parte, ni a un solo cuadro ni a un solo poema. En este caso, tampoco a un solo Rembrandt. Y cuando se viaja con Gaya hacia el pasado se hace siempre un viaje hacia adelante en el que el aliento poético de su obra nos permite encontrarnos con lo verdaderamente nuevo. El pasado es en su obra su memoria de las cosas: un modo de revivirse y revivirnos.

Cuando Gaya nombra la amistad, quizá nombre el intercambio, la comunión con el otro

Y es que el modo que tiene Gaya de apresar la creación de otros artistas por medio de su gozo personal, y hacer suyo el ámbito de la obra ajena para devolvérnosla recreada, no es humildad de Gaya, sino una manera de insistir en lo perenne y reelaborar con su propia impronta, desde sus maridajes de talento, conocimiento y sensibilidad, un mundo ya conocido. No es una posición modesta, insisto, la que adopta quien como él se atreve a ese reto, tan bien presentado ahora en la exposición del IVAM. Y, por supuesto, no lo afronta desde el pastiche ni desde el riesgo de la imitación o de cualquier otra forma subsidiaria de aprovechamiento de la obra del otro con la justificación del homenaje. Lo que sus tributos a artistas conocidos contienen es una forma de diálogo en la que Gaya se interesa tanto por el otro como por sí mismo: escucha y habla. Y tampoco sus homenajes suponen una expresión de deuda: no es el rastro del homenajeado lo que más importa en sus homenajes, importando, sino la pincelada original de Gaya, a quien el pretexto del homenaje vale, sobre todo, para ofrecernos pistas de sus complicidades como espectador de la pintura que devienen luego en alimento de su propia mirada y se nos entregan al fin en la armonía original de sus trazos.

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