_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sindicatos

El relativo fracaso de la huelga de funcionarios convocada para el martes 8 de junio ha creado un punto de inflexión, al revelar un cambio en la correlación de fuerzas entre Gobierno y sindicatos que podría dar un vuelco a la situación política española. Hasta ese día, el Gobierno parecía estar en manos de los sindicatos, dada su extrema debilidad parlamentaria que se puso dramáticamente de manifiesto en la apurada votación del decreto del tijeretazo. Y eso le hacía depender del sostén sindical como la única base de apoyo que todavía le quedaba. De ahí que los sindicatos se creyesen con derecho a imponerle sus condiciones, y que el Gobierno lo aceptase presa del temor a su reiterada amenaza de convocarle una huelga general.

Es importante aprobar una reforma laboral no solo creadora de empleo estable, sino además justa

Pero todo ha cambiado tras el fracaso movilizador del martes pasado. La amenaza de huelga ha dejado de ser creíble y, por tanto, los sindicatos ya no pueden seguir tutelando a un Gobierno que les ha perdido por fin su anterior respeto reverencial. Por eso, tras recuperar su autonomía política, ahora Zapatero ya tiene las manos libres para negociar con mayor margen de maniobra la reforma laboral en el Parlamento, o incluso los Presupuestos del año que viene. Tanto es así que hasta los mercados han vuelto a darle crédito a Zapatero.

Pero haría mal el Gobierno si utilizara su recobrada autonomía para rematar a los sindicatos, imponiéndoles por decreto una draconiana reforma laboral como la que exigen los mercados y la derecha mediática española. Pero no solo ellos, pues también la vieja guardia del PSOE, o al menos su sector más renovador o felipista, parece estar deseando tomarse el desquite de las derrotas sufridas en el pasado por las huelgas generales con que les castigaron los sindicatos. ¿Cómo interpretar, si no, el abrazo del oso que le dio González a Zapatero bajo la foto de Iglesias el pasado jueves en el Parlamento?

Es verdad que por razones económicas y sociales, a las que aludiré después, aquí hace falta una reforma laboral en profundidad. Pero sería un error político aprovechar la ocasión para provocar a los sindicatos a que convoquen una numantina huelga general, con la esperanza de que caigan en la trampa y se suiciden como logró Thatcher en el Reino Unido. La izquierda española y europea, que hoy atraviesa por uno de sus momentos más difíciles, no puede permitírselo.

Por el contrario, lo que hay que hacer es tratar de encontrarles a los sindicatos alguna clase de salida digna, superando la encrucijada en que se encuentran tras descubrirse su creciente debilidad social. Pues aquí no solo hace falta una reforma laboral, sino también otra no menos drástica reforma sindical, que les permita superar su actual cierre obrerista y masculinista para abrirse tanto a las mujeres como a los jóvenes y a los inmigrantes. Les va en ello su supervivencia futura. Y de paso deberían unificarse en una sola federación sindical para evitar su actual división en dos centrales estatales y otras varias periféricas, que les obliga a rivalizar en suicida belicosidad. Todo lo cual no podrán lograrlo sin la ayuda de un Gobierno progresista.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Pero por conveniente que sea tratar de incluir a los sindicatos en la definitiva reforma laboral, eso no ha de hacerse a costa de edulcorarla. Por el contrario, resulta absolutamente preciso romper la actual línea divisoria dual entre dos mercados de trabajo separados entre sí como compartimentos estancos. A este lado de la barrera, el mercado privilegiado de los trabajadores fijos con empleo blindado contra el despido, cuyo máximo exponente son los funcionarios y la aristocracia obrera industrial. Y al otro lado del foso, el mercado desprotegido de los trabajadores precarios con empleo temporal en la construcción, la agricultura y los servicios, donde entran y salen al albur de la coyuntura los inmigrantes y los jóvenes tanto mileuristas como sin cualificar. Pues bien, para saltar esa barrera y cruzar ese foso, resulta imprescindible abrir pasarelas y trazar puentes que puedan comunicarlos entre sí. Y para ello lo mejor sería un contrato único con plenitud de derechos proporcionales a la antigüedad. Justo el mismo principio que debería presidir el cálculo de las pensiones de jubilación.

Es muy importante aprobar una reforma laboral no solo eficiente, o sea creadora de empleo estable, sino además justa, o sea no segregadora ni discriminatoria, dándole así la vuelta a la estructura actual del mercado de trabajo, que es ineficaz, ineficiente e injusta, en tanto que segrega y discrimina a mujeres, jóvenes e inmigrantes. Y puesto que aprobarla es tan importante, convendría por ello sacarla de la sucia pelea política en que se encallan todos los debates en España. Al ser cuestión de Estado, también aquí tendría que haber consenso.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_