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Columna
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Funcionarios

Con motivo de la sisa al sueldo de los funcionarios y la huelga de juguete que emprendieron el otro día, hemos tenido ocasión de escuchar comentarios de todos los colores, con especial predilección por los más sombríos o terrosos, acerca de este colectivo de oficinas, vacaciones y puesto fijo. Lo primero que me ha sorprendido es la falta de originalidad que caracteriza a dichos dictámenes: da igual quien los profiera o donde lo haga, los mismos tópicos se repiten sin reserva y sin que su manoseo continuo por parte del ciudadano medio les haga perder nada de relieve o de color. El discurso estándar corre del siguiente tenor: atávicamente, los funcionarios han constituido una raza aparte dentro del grueso de la humanidad cuyas trazas más reconocibles son la desvergüenza, la comodidad, el estatismo y la antipatía; mientras los hijos de los hombres vagan bajo la lluvia en busca de un empleo estable, ellos se han anclado a un sillón del que ningún terremoto logrará removerlos; mientras los otros desempeñan diariamente su tarea para alcanzar esas cimas de la perfección personal que son el BMW, el apartamento en la playa y la cirugía estética, estos inicuos aprovechan todo puente que les pone delante, acumulando tantos que podrían pasar del Algarve a Florida sin pisar la playa, a la vez que gozan de varios meses de vacaciones durante los cuales trasladan su vagancia de la silla del despacho al sofá de la salita. Este retrato robot suele remacharse con expresiones formulares de repugnancia o revanchismo: qué parásitos, no hay derecho, a estos les daba yo un pico y una pala, eso es vida, y encima se quejan. Eso es: encima se quejan de que les rebajen el sueldo por realizar el mismo trabajo que realizaban antes sin quejarse.

Las estadísticas han revelado que Andalucía es la comunidad que cuenta con una mayor cuantía de funcionarios de todas las que componen el Estado. Y es a la vez, y esto no hace falta que lo avale ningún porcentaje, la que más despotrica contra los privilegios de ese pueblo elegido. A mí no me extraña nada, y aquí expongo mis motivos de manera aritmética para ser más claro. 1. El desprecio al funcionario se halla en razón directa del desprecio hacia el Estado: en una comunidad (y en un país) cuya cultura se ha basado tradicionalmente en la picaresca, el contrabando, el intento de obtener el mayor beneficio a cambio del menor coste, donde impera la indiferencia o incluso la ojeriza hacia el bien público, su representante sólo puede ser visto como chupatintas o vampiro: el héroe nacional no es el que guarda cola para que le sellen un papel, sino el listo que se cuela y que gracias a dos llamadas de teléfono consigue un puesto ventajoso en no sé qué delegación. 2. El desprecio al Estado procede, como todos los males, de la falta de un Estado: quiero decir, de un concepto claro y rotundo del asunto público, de la responsabilidad ciudadana, del principio de convivencia democrático. El nudo de la cuestión es que aquí podremos haber tenido primeras y segundas modernizaciones ( ), pero no hemos tenido Ilustración. La gente no se entera de que cuando destroza una papelera, pintarrajea los aseos de un ministerio o insulta al profesor de su hijo, al médico de cabecera o la señora de la ventanilla, se está ninguneando a sí misma. El individuo es parte de la comunidad, y si pretende que la comunidad sobreviva ha de contribuir a su funcionamiento de modo activo y coherente, y respetar a quienes trabajan en su favor. En vez de ver en ellos esos parásitos y esos canallas que ahora deben pagar, vaya por Dios, para que otros conserven esos BMW y esos apartamentos tan costosamente ganados.

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