_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una política de la humanidad

Daniel Innerarity

Los conflictos, las crisis y las catástrofes tienen muchos inconvenientes, pero al menos algo positivo: una función integradora, porque ponen de manifiesto que no cabe sino encontrar soluciones mundiales, algo que no es posible sin perspectivas, instituciones y normas globales.

Los desastres desafían la autosuficiencia de los sistemas, los límites y las agendas nacionales, distorsionan las prioridades y obligan a que los enemigos establezcan alianzas. A los espacios comunes amenazados les corresponde un espacio de acción, coordinación y responsabilidad comunes. Es así como suele realizarse el descubrimiento de que la estrategia unilateral resulta excesivamente costosa, mientras que la cooperación plantea soluciones más eficaces y duraderas.

La crisis financiera pone en evidencia las limitaciones de los Estados individuales en la era global
Los procesos de interdependencia no conducen a una extinción de la política

A este respecto nos hace falta desarrollar toda una nueva gramática cosmopolita de los bienes comunes, agudizar la sensibilidad hacia los efectos de la interdependencia y pensar en términos de un bien público que no puede gestionarse por cuenta propia, sino que requiere una acción multilateral coordinada. La verdadera urgencia de nuestro tiempo consiste en civilizar o cosmopolitizar la globalización, en llevar a cabo una verdadera "política de la humanidad".

Esta exigencia está vinculada con el hecho de que se está modificando radicalmente la realidad a la que se enfrentan los Estados. La concepción tradicional que entendía a los Estados como actores unitarios, interesados y que coexisten en un entorno anárquico, se corresponde con la teoría "realista" de las relaciones internacionales, según la cual los intereses de los Estados están predeterminados.

Desde esta concepción, los Estados únicamente son capaces de concebir su inserción en la globalización bajo la forma de un juego de suma cero, conflictivo por definición, y únicamente aceptable en un cuadro estrictamente interestatal. Pero ambos aspectos -la autarquía y la predeterminación de sus intereses- están íntimamente ligados y han sido igualmente cuestionados desde el momento en que se ha hecho más evidente la interdependencia de los problemas que tienen que resolver.

Desde la invasión de Irak y la crisis financiera (por poner únicamente dos elocuentes ejemplos), se ha puesto de manifiesto que el Estado solo (incluso el más poderoso) no tiene la dimensión crítica en la era de la globalización. La lógica actual de competitividad internacional entre los Estados es incompatible con el tratamiento de los problemas globales y por eso mismo debemos avanzar hacia un modelo de cooperación.

Es un cambio de paradigma profundo, ya que estamos habituados a pensar en un mundo multipolar, es decir, un mundo

de relaciones de fuerza no cooperativas. Tal vez la idea de interdependencia, como valor sustitutivo o corrector de la soberanía, conduzca a descubrir la humanidad entera detrás de los pueblos y a convencer de que ciertas prácticas facilitan más que otras el desarrollo de los bienes comunes. Hoy somos más conscientes de que el precio de la convergencia disminuye y el de la conducta solitaria tiende a encarecerse. Al mismo tiempo, cada vez resulta más difícil que la persecución del propio interés no implique beneficios también para otros.

Estas circunstancias están exigiendo algo más que la mera yuxtaposición de los intereses de los Estados, lo que apunta en la línea de una gobernanza global o, si se quiere, de una política de la humanidad. La fórmula "comunidad internacional" cubre de manera ambigua una realidad parcialmente realizada con demasiadas asimetrías, lo que es bien patente en la configuración y los procedimientos de decisión de la mayoría de los organismos internacionales.

Nos encontramos actualmente en una situación de cierto vacío político en la que el Estado, como lugar tradicional de orden y gobierno, no está en condiciones de abordar algunos de los problemas fundamentales a los que se enfrenta, mientras que es débil el marco global de gobernanza. Al mismo tiempo, el valor de los bienes públicos no puede ser establecido con eficiencia por los mercados y requieren determinadas decisiones colectivas, así como ciertos marcos de regulación. Debido a la creciente interdependencia de los problemas, hay cada vez una mayor exigencia de elaborar formas transnacionales de regulación. Se está produciendo una transición desde las formas clásicas de cooperación intergubernamental a las instituciones internacionales, que son más intrusivas en los espacios nacionales y que por eso mismo requieren nuevas formas de legitimación.

Ahora bien, la gobernanza global no consiste en una estructura jerárquica de dirección. El proceso de gobernanza global no es la imposición de un nivel sobre otro, sino la articulación, frágil y conflictiva en no pocas ocasiones, de diversos niveles de gobernanza. No estamos a las puertas de crear un sistema inclusivo en el que se adopten las decisiones globales ni, a la vista de la complejidad de los problemas, parece deseable. En lugar de una worldocracy que coordinara las distintas tareas propias de un proceso de integración, habrá múltiples instituciones regionales que actúen autónomamente para resolver problemas comunes y producir diferentes bienes públicos.

No tendremos un gobierno mundial, sino un sistema de gobernanza formado por acuerdos regulatorios institucionalizados y procedimientos que exijan determinadas conductas sin la presencia de constituciones escritas o de poder material. En este sentido es en el que puede definirse la gobernanza como la capacidad de que se hagan determinadas cosas sin la capacidad de ordenarlo, es decir, una forma de autoridad más que de jurisdicción. El resultado de todo ello es más un campo desestructurado de batalla que una negociación formal, donde se abren posibilidades de intervención participativas, pero también formas de presión o hegemonía.

Algunos han dirigido una mirada escéptica en relación con las posibilidades de globalizar el derecho, la solidaridad o la política, llamando la atención sobre las dificultades políticas de dichos objetivos. Avishai Margalit, por ejemplo, se pregunta qué electorado puede sacar adelante tales objetivos, ya que "el cosmos no tiene política", carece de cuerpo político, no vota ni decide. Contra esta observación puede asegurarse, de entrada, que tampoco son menores las dificultades de la política en los ámbitos domésticos, en donde tenemos no pocos problemas de gobernabilidad.

Pero hay, además, una objeción de principio contra la idea de que no pueda hacerse política en un nivel diferente e inédito de los espacios ya constituidos. Seguramente, la mayor parte de los problemas políticos no han tenido ni sujeto ni procedimiento para resolverlos en el momento de su surgimiento. La política tiene siempre una dimensión "constituyente"; el sujeto de decisión se constituye cuando surge el problema, y no al revés. E incluso cabe la posibilidad de una democracia sin demos, como es el caso del actual experimento europeo.

No es cierto que los procesos de interdependencia conduzcan a una extinción de la política (entendida también como fin de las ideologías o incluso de la historia), como se celebra desde la óptica neoliberal o se lamenta desde el soberanismo clásico. Más bien todo lo contrario. Si la política es la articulación de formas de vivir juntos, en el plano global tenemos una tarea de reinvención política similar a la invención de comunidades políticas a lo largo de la historia. De lo que se trata ahora es de cómo debemos convivir, de qué forma nos organizamos y cuáles son nuestras obligaciones recíprocas en el contexto de profundas interdependencias generado por la globalización.

La globalización plantea muchas constricciones para la política, pero no significa su final, sino tal vez el comienzo de una nueva era para la política. Como dice Beck, no es que la política haya muerto, sino que ha emigrado desde los clásicos espacios nacionales delimitados hasta los escenarios mundiales interdependientes.

Aunque el régimen de gobernanza global no esté dirigido por el modo de la política propio de los Estados nacionales, a la política le corresponde una tarea genuina tanto para la elaboración estructural de ese régimen como para la configuración de los correspondientes procesos de decisión.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_