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Reportaje:SINGULARES | Juan Carlos Liévano, empresario

De espaldas a la fiesta

Fatigas y alegrías al volante de una limusina de nueve metros de largo

Pablo de Llano Neira

El tráfico madrileño corre a mediodía por el paseo de la Castellana. Entre la masa homogénea de utilitarios pasan cosas curiosas: un chico en un quad (una moto de cuatro ruedas para andar por el monte); un vehículo tuneado (el chasis a un pulgar del suelo, llamaradas dibujadas en los laterales); un descapotable con un conductor maduro, de melena canosa y camisa abierta, que se luce mirando a los lados. Tras unos minutos de cortesía, aparece una limusina añeja de color blanco y cristales oscuros. Se detiene y baja un hombre sólido.

Juan Carlos Liévano (Bogotá, 1968) tiene desde hace 12 años un negocio de limusinas, uno de los primeros que hubo en Madrid, según cuenta. Llegó a la capital en 1991, cerrando un círculo genealógico. Su abuelo Víctor, también bogotano, llegó a España en los años treinta para aprender a cantar ópera. Se casó con una chica de Carabanchel y tuvo un hijo, Franklyn. Cuando empezó la Guerra Civil consideró oportuno volverse a Colombia. Medio siglo después, su nieto rehízo su camino y se plantó en la capital: "Es que mi papá siempre me hablaba de lo que le gustaba Madrid al abuelo", dice Juan Carlos, 1,87 metros y 150 kilos de peso, arrellanado al fondo de su limusina Lincoln Town Center, una de las tres de su empresa, Chartercar.

No guarda buenos recuerdos de Naomi Campbell ni de Penélope Cruz
Un día se incendió el vehículo cuando llevaba a una novia de blanco al altar

La capota de la Lincoln, de cuero blanco, está un poco ahumada por la contaminación, y en un costado tiene la marca de un corte. "La rajaron de un navajazo", lamenta Liévano. En la proa de la limusina falta el emblema de metal de la marca Lincoln y en la popa el bumerán de adorno, arrancados por alguien en las noches de servicio. El interior, muy cómodo y espacioso, todavía tiene restos de la última despedida de soltera.

La suciedad, consecuencia del glamour. "Imagínate a ocho personas de fiesta aquí dentro, con la música a todo volumen, derramando champán en la moqueta", ilustra Juan Carlos, que señala en el techo otro efecto colateral de las jaranas, una quemadura de pitillo de considerable tamaño. "La limusina es como una discoteca, entras de día y dices: '¡qué mierda!'. Pero de noche es guapísima, ¿ah?, con todas estas luces de neón iluminadas...", sonríe. Liévano disfruta enseñando las mañas del vehículo, todos sus botones, las copas de cristal, la mampara que separa la cabina del conductor y se cierra con un espejo al apretar una tecla desde el sillón trasero.

El vehículo mide nueve metros de largo, cosa que no agrada a una empleada de la ORA cuando se lo encuentra parado en la calle del General Yagüe. "¡Oye, que me has aparcado tres coches en doble fila!", bromea la mujer. Y la Lincoln Town Car vuelve a circular.

Liévano dejó de conducir sus limusinas hace un año, después de una década al volante. Ahora tiene tres chóferes. También tiene una norma: no meter el coche por sitios estrechos. Explica que es difícil maniobrar con estos automóviles por lo pesados que son, que necesitan el doble de espacio que el resto de los vehículos para frenar y que en las calles de Madrid hay un arma mortífera contra las limusinas: los bolardos. "Un chófer en su primer día de trabajo se metió por Chueca y la lio, porque los bolardos no le dejaban girar. Tuvo que ir marcha atrás hasta Gran Vía. La verdad es que montó un buen pollo", recuerda.

Mantiene una relación con sus limusinas similar a la de un campesino con su mula de carga. Les tiene cariño, pero les hace currar todo lo posible, como dice Juan Carlos, que habla de ellas como si fuesen seres vivos y toca el cuero de los sillones como se pasa la mano por el lomo de un animal. "Esto es un negocio duro", comenta el empresario con las ventanas abiertas, sudando por culpa del bochorno. "Los fines de semana haces dinero, pero entre semana, casi no funciona".

Juan Carlos Liévano ha empleado sus coches en bodas, fiestas de fin de semana, películas y anuncios de publicidad. Penélope Cruz, dice, posó con un perfume en una de sus limusinas, y la modelo Naomi Campbell hizo una portada para una revista. Penélope le pareció algo borde. Naomi, más. "Estuve desde las dos de la tarde esperando a que saliera del Ritz para hacer el trabajo. Bajó de su habitación a las dos de la mañana y me mandaron alejarme 200 metros mientras hacían las fotos".

En 12 años se ha visto en diversas circunstancias. Lo que le ocurrió en el año 2000 fue chocante. Una de sus limusinas iba hacia una boda, el eje de una rueda se calentó demasiado y empezaron a salir llamas, trepando por la capota de cuero. La novia iba dentro con el padrino, toda vestida de blanco. La sacaron aprisa y se la llevaron a la iglesia en otro vehículo. Hubo suerte. Había una gasolinera cerca y usaron sus extintores para apagar el fuego del coche.

"He guerreado durante años con las limusinas y he tenido muchos chascos con ellas", dice Juan Carlos Liévano. "Pero también me han dado alegrías".

Juan Carlos Liévano, junto a una de las limusinas del negocio que tiene desde hace 12 años.
Juan Carlos Liévano, junto a una de las limusinas del negocio que tiene desde hace 12 años.LUIS SEVILLANO

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