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Columna
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Días feriados

Vicente Molina Foix

Tengo la costumbre de no hacer puentes, algo por lo que algunos amigos me envidian y otros me compadecen. Para unos soy un privilegiado que, al carecer de jefes y de horario, puede tomarse el lujo de elegir el tiempo de sus ocios fuera del calendario laboral. Para los segundos, por el contrario, mi propia disponibilidad continuada y a menudo maniática al trabajo (muestro ciertos síntomas del workaholic) es el ejemplo de una vida de servidumbre en la que solo cambian los papeles tradicionales: yo soy a la vez el señor y el esclavo de la famosa dicotomía hegeliana.

El caso es que los puentes los aprovecho para ejercitar el derecho, también humano, de no irme a ningún sitio, de no escapar de mí ni reponer fuerzas al aire libre en la parcela que no tengo. Me encierro, aprovechando además que la ciudad se amortigua, el teléfono se silencia y hasta el spam parece intimidado, trabajo a destajo, como si fuera un ghost writer que me he puesto a mí mismo, y leo. Leo infinitamente mejor que en días laborables. Dispongo además de la ventaja comparativa de que este año, al no haber publicado ningún libro nuevo desde hace más de 12 meses, ni siquiera habré de cumplir con el rito de las firmas en la Feria del Libro del Retiro, con lo que el tiempo de las casetas puedo invertirlo en los libros ajenos. Y hay tantos.

Aprovecho los puentes para ejercitar el derecho, también humano, de no irme a ningún sitio

Aún estaba yo hace pocas semanas leyendo las novedades de enero y febrero cuando llegaron los títulos de la primavera. Aún veo cerca mi escritorio, en el lugar de tránsito intermedio entre la mesilla de noche y su hueco natural en el orden alfabético de las estanterías, la novela a dos voces de Clara Sánchez Lo que esconde tu nombre (Destino), que trans-mutó para mí un entorno familiar y natal, la costa alicantina (donde, como se dice con humor, "cualquier nativo nace sabiendo hacer una paella"), en el lugar de un crimen repleto de hondas resonancias históricas; o el Madrid fantasmagorizado por Luis Antonio de Villena en Malditos (Bruguera), con su galería de personajes reales que traté en su día pero solo en el vivo y punzante retrato del autor he conocido; o los dos grandes volúmenes de Gil de Biedma, las cartas de El argumento de la obra (Lumen) y la obra completa tan bien compilada por Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, que me ha hecho descubrir tardíamente al excelente crítico literario que también fue el gran poeta barcelonés.

Sigo leyendo enclaustrado, pues, esos libros que ustedes, los que aprovechen la fiesta para ir al parque, con o sin niños, y comprar o por lo menos hojear las novedades, van a ver expuestos. Las estupendas crónicas vienesas de Joseph Roth Primavera de café (Acantilado), donde destaca la estampa del portero grandioso y mistificado de un cine en el Prater. El fascinante Gaudete de Ted Hughes (Lumen), saltando entre la poesía, el relato y el monólogo dramático. O dos obras narrativas que llegan bajo el sello de Anagrama, Black, black, black, de Marta Sanz, y Habitación doble de Luis Magrinyà. La novela de Marta Sanz la leí hace casi un año, formando parte del jurado del premio de novela Herralde, al que concurrió y bien pudo ganar, quedando finalista con mención especial. Ahora he vuelto a ella, arrastrado por la irresistible figura de un detective indeciso, Arturo Zarco, que como lector (y ya se sabe que el lector es un impertinente y un caprichoso en sus fantasías librescas) me encantaría reencontrar en nuevos episodios, como uno reencuentra, fielmente, al comisario Brunetti de Donna Leon, que publica otra aventura policiaco-veneciana, Cuestión de fe (Seix Barral), con la que aún no me he hecho. El libro de Magrinyà es una casa de cuentos llena de recovecos, zonas de sombra y espacios diáfanos, en la que, para no perderse, hay que dejar de lado el mapa mental de la novela e ir descubriendo su repartido tesoro: en el Nilo, en Ámsterdam o en una escena de comedia excéntrica que me recordó el clásico hollywoodiense de Cukor Cena a las ocho.

Autobiografía sin vida (Mondadori) está tan llena de vida imaginaria que hasta yo mismo he creído reconocerme en sus páginas. Y no es un gesto fatuo; su autor, Félix de Azúa, dice al principio que "no es este un libro que cuente mi vida sino la de muchos que, como yo, han tenido similares sensaciones, experiencias, emociones, decepciones y aprendizajes". El libro, quizá el mejor de Azúa pero desde luego el más bellamente escrito, el más estimulante, el menos complaciente, circula de modo vertiginoso, hasta llegar a su impresionante Final de novela, entre el ensayo y la narración, llevado siempre el autor por el propósito "de conocer a muchos que sin lugar a dudas no coinciden conmigo, pero cantan mi canción". Me he escuchado a mí mismo cantando numerosas páginas de esta obra concisa en la que conviven los niños asombrados, los caballos inmateriales y los dioses muertos, y se habla con una brillantez inusitada de ciudades gramaticales, de Godard y de Goya ("el dórico de la modernidad"), y de nuestra presente sociedad, "ese disimulo de la vida animal que convierte a los humanos en eficaces utensilios jurídicos".

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