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Columna
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Una democracia hastiada

Figúrense que tantos años después de que los restos seriamente lastimados del general Franco fueran ceremonialmente sepultados bajo una fosa granítica en el Valle de los Caídos (y aquí debo decir dos cosas, si se me permite: ni todos los huesos que reposan en ese lugar de espanto son caídos en el estrambótico lenguaje falangista, ya que buena parte de ellos fueron fusilados a conciencia, ni el que tuvo la caradura de hacerse pasar por Generalísimo durante tanto tiempo es un caído más, sino más bien el que hizo caer a todos los demás, y añadir una coda: siempre me ha tocado los cojones, y no hace falta que perdonen la expresión, que a los asesinados, ejecutados, paseados, etc., se les denominara como caídos, como si se tratara de miles de desdichados que tuvieron la mala fortuna de tropezar con una piedra y romperse el cráneo espontáneamente, en un lenguaje que pretende convertir una masacre planificada en una serie casual de accidentes fatales).

Se me ha ido el santo al cielo con la tenebrosa extensión de este paréntesis, así que volveré a lo que iba. Que no es otra cosa que la extrañeza ante el hecho de que tantos años después de todo aquello todavía no se haya establecido el consenso lingüístico necesario para nombrarlo con precisión, y que una vez que todo aquello pareció liquidado para siempre con los pactos de la Transición, aquí todavía se hable de la democracia como si se tratara de un primo de mucho prestigio invitado a una fiesta a la que a lo mejor ni se toma la molestia de acudir o de una perspectiva feliz que lo resolvería todo de una vez caso de hacer acto de presencia. Lo cierto es que la apelación a la democracia en diversas sedes parlamentarias como en cierta clase de prensa escrita o digital suenan muchas veces a una especie de advocación fantasmática de la que se espera que por fin el prodigio se presente y manifieste su intención de llegar por fin para quedarse.

Pocos países de nuestro entorno con una tradición democrática de respeto se apoyan tanto en las referencias recurrentes a una democracia cuyos trucos acaso desconocen todavía o dedican tanto tiempo como aburrimiento a recordar día sí día también a sus adversarios políticos que vivimos en una democracia. Se da por hecho y entonces carece de sentido repetir esa circunstancia histórica hasta la exasperación, salvo que no se esté seguro de su veracidad. ¿Es contagioso ese desdén? ¿Y si la democracia -tal como la hemos practicado hasta ahora- se hubiera convertido en la ficción residual de un mito fundacional incapaz de prever ni de controlar la multitud de sus daños colaterales? Por no considerar que esos daños se encuentren en el centro mismo de sus actuales condiciones de posibilidad. Borges tiene dicho que la democracia es una mera cuestión estadística. Tal como van las cosas, hay peligro de que ni siquiera llegue a tanto.

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