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Columna
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Sueñan las pulgas

El mundo está patas arriba. Mucho han cambiado los tiempos en tan poco tiempo, que diría Eduardo Galeano. Este escritor uruguayo contaba que un mundo al revés también premia al revés: "Desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo". No vivimos una crisis económica, sino que nos hemos dado de bruces contra una crisis de valores. Los gobiernos pueden salvar banqueros y rescatar empresas, pero llevan más de dos mil años siendo incapaces de dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos. Se acabó el milagro de los panes y los peces. Era una metáfora, nunca hubo ni panes ni peces para todos. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que ni siquiera eran nuestras sino suyas. Nos han creado unas necesidades que no teníamos y cuando nos hemos acostumbrado a ellas, resulta que no las podemos pagar.

Mark Twain decía que los banqueros eran unos señores que nos prestaban el paraguas cuando lucía el sol y nos lo exigían cuando empezaba a llover. El mercado es un gran banquero y ahora que está lloviendo a cántaros no hay lugar donde resguardarse. Los ricos han tenido un problema que vuelven a pagar los pobres. Los pobres que empezamos a vivir como nuevos ricos. Los otros, los pobres de toda la vida, siguen de espaldas a este mundo. A estos últimos, ni les va ni les viene esta crisis de la sociedad de la opulencia. Ellos siguen siendo tan pobres como ayer, pero posiblemente menos pobres que mañana. Nunca he escuchado hablar de la caída del índice Nikkei de la bolsa de Tanzania. Ni de cómo cerró la sesión el Ibex de Afganistán. En esos países, la situación es distinta: es la de la bolsa, la del pan, o la vida.

La crisis ha puesto sobre la mesa que nos sobraba de todo. Coches oficiales en Inglaterra, subvenciones en Grecia, altos cargos en España, consejeros en Castilla-La Mancha, asesores en la Junta de Andalucía... España, para salir de la crisis, necesita ahora reducirlo todo: las cajas de ahorros, los bancos, los sueldos, las pensiones, las indemnizaciones por despido... Se legisló para tener viviendas que pocos pueden comprar. Se ofrecieron ayudas para vender coches a quienes no pueden mantenerlo. Hemos tenido de todo de más, aunque no todos podían tenerlo. Nos crearon un mundo de plastilina, con el propósito de saciar un mercado insaciable. Ahora los que crearon el sistema nos castigan porque su modelo es insostenible.

A la sociedad le está pasando lo que al coronel Aureliano Buendía en sus recuerdos ante el pelotón de fusilamiento. Este nuevo mundo que se nos está apareciendo es tan reciente que muchas cosas carecen todavía de nombre y para mencionarlas, de momento, hay que señalarlas con el dedo. Vamos rumbo a lo desconocido y nos esperan cien años de soledad. No se trata de salir de la crisis sino de recuperar la moral y la justicia social. El mundo se va a acabar por la crisis económica de Occidente, pero el resto del mundo lleva mil años acabándose y a nadie le ha importado mucho evitarlo. Deberíamos dejar a los pobres fuera de las leyes del mercado, hay mucha gente que ni se va a comprar un Ipad ni un móvil de tercera generación y ninguna de esas cosas le había preocupado hasta ahora a Apple o a Nokia.

El otro día en Málaga el ministro Ángel Gabilondo habló de educación. También de valores. Y dijo: "Si la educación es cara, imagínense cuánto nos cuesta la ignorancia". La crisis es el precio que estamos pagando por la ignorancia. Vuelvo a Eduardo Galeano y a una historia suya sobre quienes son poco más que nadies: "Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres.... Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos". Y nosotros, con la crisis, nos hemos vuelto a acordar de que en este mundo globalizado, ahora mismo, no somos nadie.

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