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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un podio a la luz de la esperanza

Basso, tras un 'viaje' de cuatro años, y Arroyo culminan en Verona el Giro de su vida

Carlos Arribas

Al salir de la oscuridad, un brillo rosa, una pasarela, una alfombra, deslumbró a Ivan Basso. Al fondo, en el escenario, la Arena de Verona un clamor, tres personas, los dos hijos del campeón, Santiago y Domitila, y su entrenador, Aldo Sassi, gris, nervioso. Y allí, ante todos, ante los miles de personas que disfrutaban en las gradas de un recinto romano un espectáculo, el final de una carrera ciclista, que mezclaba un poco de ópera, un poco de lucha de gladiadores, Basso se abrazó con su entrenador, con Sassi, que sufre un grave tumor cerebral.

Hace cuatro años, cuando ganó su primer Giro, Ivan Basso no se abrazó con su preparador, cuya identidad mantenía en secreto. Tampoco podría haberlo aunque hubiera querido. Se llamaba Eufemiano Fuentes y por aquel entonces, recién estallada la Operación Puerto, tenía otras cosas en que pensar.

Basso, que ganó en 2006, cuando la Operación Puerto, recordó a Indurain
Arroyo ha dejado de ser para la afición un ciclista invisible, uno más del pelotón

Hace cuatro años, el podio del Giro, Basso, estrepitoso, que dicen los italianos, José Enrique Gutiérrez, segundo lejanísimo, a diez minutos casi, y Gilberto Simoni, fue un podio a la sombra de la sospecha. Rostros sombríos en los cajones, rabioso el de Basso, insaciable.

Ayer, en el podio, un podio a la luz de la esperanza, a la derecha de Basso, sonrisa serena, mirada de niño, otro español feliz, David Arroyo, que terminó segundo a menos de dos minutos; a su izquierda, un italiano joven, el futuro, Vincenzo Nibali, el tiburón del estrecho. Los tres, la foto fija de uno de los Giros más hermosos y disputados de los últimos años. Y, detrás de ellos, rozando el podio, Scarponi, Evans, Vinokúrov, Sastre, otros que contribuyeron a que el relato del Giro 2010 fuera, los primeros días, la narración de una clásica diferente cada día. Cada etapa, una novela, un sobresalto, un escalofrío, un protagonista. El viento, las caídas, el frío, los abanicos de Holanda; el barro de Siena y Montalcino, la niebla del terminillo, la lluvia y la revuelta del pelotón contra la dictadura del Liquigas en L'Aquila. Dicen que todo viaje físico es, ante todo, un viaje interior. Que nunca es la misma persona quien se echa a andar por el camino que quien fatigada se deja caer sobre un sillón al final. Para Basso, de 32 años, el camino que terminó ayer en lo más alto del podio de Verona fue más largo que las tres semanas, los 3.480,3 kilómetros que le llevaron desde Amsterdam a Verona en casi 88 horas de bicicleta. Fue un camino de cuatro años, un camino de rehabilitación que pasó por la negación de la evidencia, la confesión, la sanción, la reconstrucción. Un camino de búsqueda de la inocencia que le condujo directo a la infancia, a la mirada del niño que fue, del chaval de 15, 16 años, que se sentaba delante de la tele para ver el Giro y se emocionaba al ver a Indurain, su fuerza tranquila, su máscara de serenidad en los momentos más duros. El niño con el que se reencontró este Giro.

"El sábado, cuando estrené la maglia rosa, el equipo me tenía preparado un culotte rosa a juego", dijo Basso. "Pero yo no me lo quise poner. Me acordé de Indurain, de su imagen con la maglia rosa y el culotte negro del equipo. He cedido a los recuerdos".

A Arroyo le esperaban en la Arena su chica, Pamela, su hijo, Marcos, sus padres, el recuerdo del bolo que salió de Talavera para su tercer Giro sin sospechar que esta vez acabaría mucho más arriba de sus habituales décimo, undécimo puesto, el puesto en que hubiera terminado este año también sino fuera porque su equipo -cinco en la fuga, los más activos, los más decididos- rompió la rutina en los Abruzos, camino de L'Aquila, un miércoles de mayo lluvioso y oscuro.

En el viaje que comenzó en Amsterdam Arroyo, de 30 años, no solo ha transformado su mirada, su forma de ver el ciclismo, su deporte, la vida, también, sobre todo, la mirada que los demás arrojan sobre él, sobre su figura de escaladorcito castellano, sus mechas, o el diamante que brilla en una de sus orejas.

Arroyo inició su viaje individual con una ruptura. A finales de 2003 decidió no aceptar la oferta de renovación de Manolo Saiz, que creaba nuevo equipo tras la retirada del patrocinio de la ONCE, y se marchó a Portugal. El exilio duró un año, lo que tardó en repatriarlo Eusebio Unzue para el Caisse d'Épargne, donde se convirtió en valioso gregario para la montaña, un hombre para marcarle el ritmo a Valverde, a Pereiro, a las figuras.

L'Aquila le regaló 13 minutos y un nuevo impulso, una fábula rosa de seis días, un viaje que acabó en el podio de Verona y en una nueva conciencia de clase, una nueva vida. L'Aquila regaló a los aficionados una persona, sacó de la invisibilidad del pelotón a un ciclista más al que apreciar, al que admirar, al que seguir. Una victoria para todos.

Basso, italiano, dijo que su viaje de recuperación no terminaría hasta julio, hasta su regreso, cuatro años después, a un Tour del que fue arrancado a la fuerza. "Antes que perderme el Tour perdería un brazo", dijo. Arroyo, castellano, no dijo nada, pero su interior seguirá procesando su nuevo yo.

21ª etapa. Verona. 15 km contrarreloj. 1. Larsson, 20m 19s. 2. Pinotti, a 2s. 3. Vinokúrov, a 17s. 15. Basso, a 42s. 47. Arroyo, a 1m 18s. 60. Sastre, a 1m 26s.

General final. 1. Basso, 87h 44m 1s. 2. Arroyo, a 1m 51s. 3. Nibali, a 2m 37s. 4. Scarponi, a 2m 50s. 5. Evans, a 3m 27s. 6. Vinokúrov, a 7m 6s. 7. Porte, a 7m 22s. 8. Sastre, a 9m 39s.

Arroyo, con su hijo Marcos; Basso, con Domitila y Santiago, y Nibali, de izquierda a derecha, en el podio de la Arena de Verona.
Arroyo, con su hijo Marcos; Basso, con Domitila y Santiago, y Nibali, de izquierda a derecha, en el podio de la Arena de Verona.AP

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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