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Columna
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Guaposfeos

David Trueba

Ustedes disculparán si me alegro del premio a Javier Bardem en Cannes. La satisfacción no da nunca un buen artículo. Recuerdo que en el primer corto profesional en que colaboré, Javier hacía un papel de guardaespaldas. Alguien del equipo me comentó: "Lástima que tenga esa cara de bruto, si no podría hacer carrera de actor".

Poco después colaboré en un largometraje y recomendé a Javier para el papel de novio guapo de la chica maravillosa protagonista. Que a uno le pareciera guapo y a otro feo no es algo extraño. Forma parte de la esquizofrenia de ese oficio donde el fracaso, el éxito, el error, el acierto, la belleza, la indiferencia, se reparten con una delicada línea de separación, incontrolable y mágica.

Por eso es una vocación adictiva, pero también inestable, a la que es complicado sobrevivir. Bardem, que es divertido e inteligente, tiene los suficientes kilómetros de profesión para saber que otros actores dotados no encontrarán nunca ni su relevancia, ni su éxito, ni sus premios, ni su sueldo, pero los respeta y los admira porque la esencia del oficio es someterse a esa injusticia sin rencor ni culpa.

Hay polémica porque la película ganadora del tailandés Apichatpong Weerasethakul, conocido como Joe por razones obvias, le ha parecido a algunos una obra maestra y a otros un pestiño.

Y el premio al mejor director para Mathieu Amalric ha sido acogido con parecida discrepancia. Incluso España, que participaba con barcos sin bandera, se ha llevado un pedazo de la Palma de Oro gracias al coproductor Luis Miñarro y un premio de la crítica para el gallego Oliver Laxe, además del galardón a Bardem. En un oficio de francotiradores, las costuras andan siempre rotas. No puede haber consenso. Lo peor es la gente empeñada en que el cine sea de una manera determinada o las películas responder a una sola ecuación: la suya.

El gusto, el éxito, la importancia, el recuerdo, son caprichos particulares del espectador. Uno diría casi ejercicios íntimos, lejanos a cualquier dictado. Es lógico que un certamen que engorda con estrellas y fans, que abre con un Robin Hood, lave sus manos premiando cine radical de autor. Es el Festival Esquizofrénico, natural en un oficio que cocina caviar con palomitas.

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