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Columna
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Un nuevo consenso de ciudad

Josep Ramoneda

El celebrado proyecto que convirtió Barcelona en un modelo universal, alumbrado al inicio de la Transición, que tiene en los Juegos su momento emblemático, murió de agotamiento en 2004 e irónicamente encontró en el Fórum su mausoleo. El Fórum era la versión equivocada de un modelo bueno. Si la cultura y el urbanismo habían sido piezas angulares del llamado modelo Barcelona, el Fórum fue un ejercicio de banalidad cultural y de mal urbanismo.

Paradojas de la vida política, fue el alcalde Pasqual Maragall, el máximo representante del modelo Barcelona, el que, en uno de sus arrebatos creativos, inventó el evento que, ya en otras manos, se convirtió en el mausoleo de su proyecto de ciudad. Lo cierto es que el día en que se inauguró el Fórum aquel proyecto estaba ya exhausto. Casi todo había cambiado en Barcelona en los años del gran salto. Y al llegar al siglo XXI los agentes sociales que habían sido motores de aquel cambio -forjados en el tardofranquismo y en la Transición- o no existían o se habían metamorfoseado en otras figuras y otros intereses, al tiempo que aparecían nuevos actores sociales y el escenario político estaba cambiando sustancialmente. La ciudad olvidó pronto el Fórum, no daba ni para la melancolía. Fue al alcalde Hereu al que le correspondió encontrar un nuevo consenso social en torno a un nuevo proyecto de ciudad. De momento, el primer intento se ha estrellado en el grotesco patinazo del referéndum de la Diagonal. Con la dimisión de Carles Martí, el PSC gana tiempo y Jordi Hereu una nueva oportunidad. Pero en las peores circunstancias posibles: contra el reloj, por la proximidad de las elecciones municipales, y con un escenario político bien distinto del que peleó Pasqual Maragall en su día.

La racionalidad de la Barcelona de Cerdà necesita un punto libertario que le dé la levedad necesaria para ser atractiva

En los años ochenta y noventa, el modelo Barcelona era más que un ejercicio exitoso de transformación de la ciudad gris del franquismo en la ciudad de todos los colores del 92. Era también el referente de una pugna interior entre la tradición, representada por el esforzado proyecto de reconstrucción nacional liderado por el presidente Pujol, en su empeño por demostrar que Cataluña "no era un país cualquiera", y la modernidad de una ciudad con vocación cosmopolita. Dos ideas de Barcelona, dos ideas de Cataluña. Este tiempo pasó. Hoy en día, la CiU de Artur Mas sabe perfectamente que la batalla de ahora no es la construcción identitaria, sino la consolidación política e institucional que permita, en su momento, afrontar las máximas ambiciones nacionales, y la ubicación de Cataluña en un papel destacado en un mapa del mundo que cambia vertiginosamente. Y que para que esto sea posible Barcelona es decisiva.

De modo que lo que menos necesita Barcelona en este momento crucial es sustituir la ambición por la estricta administración de las cosas, que es lo que a veces parece desprenderse tanto del discurso del alcalde Hereu como del aspirante Trias. Urge un nuevo impulso para una ciudad nueva, en que han aparecido actores nuevos -desde la inmigración económica hasta el turismo o los estudiantes extranjeros- y en que los viejos actores han cambiado por completo -nueva estructura social, cambios profundos en la familia, evolución demográfica-, con nuevas exigencias, demandas e ilusiones. Y ese nuevo consenso ha de pasar principalmente por dos ejes: la convivencia y la calidad de vida, o si se prefiere, la cultura y el urbanismo, en el sentido de gusto por la ciudad contra la fractura de la banalización urbana. Y no puede caer en la fácil tentación de la multiplicación de ordenanzas y de prohibiciones para dar satisfacción al populismo mediático. La racionalidad de la forma Barcelona, con que Cerdà marcó la ciudad para siempre, necesita un punto libertario que le dé la levedad necesaria para ser atractiva.

Vivir junta gente diferente es la cuestión decisiva. Para ello Barcelona tiene que reafirmarse culturalmente para ensanchar las perspectivas de todos, los que ya estaban y los que llegaron. Pero también plantear unas políticas de seguridad equilibradas, que huyan del securitarismo teatral y de los excesos propios del miedo de una ciudad acomodada, y una política de lo público que contribuya a que la ciudad sea de todos y ponga los intereses generales por encima de los mil y un intereses creados. En este sentido, que el proyecto de Itziar González en Ciutat Vella no haya sido posible es una mala noticia. Revela que hay intereses con gran capacidad de chantaje, que bloquean un nuevo consenso de ciudad abierta.

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