La negación de la realidad
Negar la realidad no resuelve los problemas, ni los hace desaparecer. No hablo de entender la realidad, clásico problema filosófico y estímulo inagotable de la inteligencia, el talento y la creatividad. Hablo de negarse a verla, de ignorar los hechos, de confundir el deseo con la verdad y las buenas intenciones con la racionalidad, en un mecanismo defensivo de reacción psicológica tan fácil de comprender como letal para orientarse y para actuar.
Le ocurre al presidente de la Generalitat, Francisco Camps, que ha superado el horizonte de sucesos a partir del cual es imposible sustraerse a la exigencia judicial de responsabilidades por los casos de corrupción que afectan a su Gobierno y su partido, pero también a él directamente, sin asumir ni siquiera la posibilidad de haber cometido algún error. Su terquedad en la proclamación genérica de una verdad que no logra desmentir nada de aquello que los tribunales han documentado minuciosamente suscita una penosa sensación de delirio político y personal. Como se vio de nuevo el jueves en las Cortes, el despliegue de sus excusas lleva a Camps a armar una teoría de la conspiración que solo puede inducir al estupor o a la compasión. Lo asombroso del caso, además, es que nadie en el PP se atreva a despertar al líder de su ensoñación.
Este síndrome extremo de la negación, sin embargo, arraiga en un defecto de fondo del discurso político y social, que ha extendido por la esfera pública, en esta primera década del siglo, una especie de jabón de autocomplacencia e irresponsabilidad. Caldo de cultivo del sectarismo y la banalidad, la negación de la realidad permite confundir la razón con la ideología y la eficacia con la propaganda. Sin los efectos de esa deformación del debate político es difícil explicar el intento del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, de hacer frente a la profunda crisis global atrincherado en un bienintencionado programa de solidaridad y en un keynesianismo presupuestario más o menos coyuntural. Un intento que ha chocado, de forma traumática, contra el comportamiento concreto de los mercados frente al aumento del déficit, que no es otra cosa que la diferencia creciente entre lo que gasta y lo que ingresa el Estado, algo que, más pronto que tarde, resulta imprescindible ajustar.
Asumió Zapatero, y asumieron los ciudadanos, un baño de realidad que no parece haber logrado ni siquiera salpicar a la oposición, enjabonada en los reflejos más típicos de su idiosincrasia y cegada por el poder. Da toda la impresión de que a Rajoy no le parece que, en tiempos difíciles, se imponga la virtud de arrimar el hombro y colaborar. Él sigue sin querer ver la realidad. Y el caso es que las cosas suceden tercamente. Ahora mismo, la falta de realismo se ha convertido en un lujo que ya nadie se puede permitir. Es fundamental que, en tiempos de mudanza, las decisiones políticas no sean hijas de la estupidez.
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