Un Fito Páez muy enchufado enardece a su hinchada
Tras la descompresión acústica que se concedió con los discos Rodolfo y el directo No sé si es Baires o Madrid, a Fito Páez ya le iba tocando enchufar de nuevo las guitarras y retornar a su condición de siempre, la de rockero. No uno cualquiera, sino rockero argentino, gentilicio que en este caso trasciende la mera adscripción geográfica para erigirse en aval, en denominación de origen. Porque Páez, como antes Spinetta y Charly García, sigue engrandeciendo un género que aboga por la elevada exigencia lírica, el inconformismo en las hechuras melódicas, unos estribillos que se clavan en las mismísimas entrañas y esas vocales, che, que nadie sabe arrastrar como en el cono sur.
La hinchada sureña, siempre numerosa y efusiva en el foro, tenía ganas de hincarle otra vez el diente al de Rosario. "¡No te mueras nunca!", le voceaban a un hombre que, a sus 47 años, ha regresado con los rizos tan alborotados como de costumbre y el verbo siempre afilado, debatiéndose entre la esperanza del camino y la tragedia que acecha en último término. Del tiempo, el amor y demás quebrantos trata precisamente Confía, su disco número 21; una exploración sobre las opciones, sólo relativas, de acariciar la felicidad a lo largo de nuestro periplo como terrícolas.
El temperamento de Páez y la altura de sus canciones lo trasciende todo
Dispuesto a explorar su vertiente más vigorizante, Fito compareció anoche en un atestado Teatro Lope de Vega con un traje de blanco nuclear y seis músicos de modos rocosos. Frente al intimismo de sus penúltimos recitales, puede que resultara abrumadora la presencia de tres guitarristas y otros tantos teclados, más bien horribles cuando imitaban el sonido de una sección de metales. Pero el temperamento de Páez y la altura de sus canciones lo trasciende todo.
Hubo hueco para media docena de piezas del último álbum, desde Tiempo al tiempo (un sencillo resultón, pero demasiado parecido a Llueve sobre mojado) a la extraordinaria London town, lo más beatle que le ha salido en muchos años; no por casualidad se titula como un minusvalorado disco de McCartney al frente de los Wings. Pero Páez no quiere privarse del gustazo de exprimir un repertorio labrado durante un cuarto de siglo y con ejemplos mayúsculos: la inmortal Un vestido y un amor, la dolorida Polaroid de locura ordinaria, la adictiva La rueda mágica o la desaforada El chico de la tapa, ese mismo rock fulgurante que nos hizo adoptar a Tequila como hijos adoptivos de esta ciudad.
Flaco y larguirucho, Fito no para de pulir su aspecto de científico chiflado: movimientos espasmódicos, andares chaplinescos, ademanes de director de orquesta chaveta y tics de conferenciante, como el de sacarse y recolocar los lentes. Es más bien lacónico, porque ya escribe riadas de versos para sus álbumes, pero se permite la licencia de anunciar Tumbas de la gloria como "una canción tan buenísima que no parece mía". Rock de punta en blanco, irreprochable, para un rosarino que ha convertido en religión sus cervecitas en la Plaza de Santa Ana. Normal que el graderío se desbocara sin retorno a partir de Circo beat, noveno tema de la noche; hasta hubo en el primer anfiteatro quien se dejó la corbata pero mandó al infierno la camisa.
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