Ciudades superpuestas
¿Cómo debe comportarse una persona educada si se encuentra en la calle, en el bar o en el copetín del centro tecnológico con un condiscípulo de Primaria al que no ha visto hace treinta o cuarenta años? ¿Es legítimo el abrazo? O, muy al contrario, ¿cualquier demostración de afecto se convierte en una versión de acoso emocional? ¿Es correcto salir al paso, agarrarlo de las solapas y recordar aquel viejísimo conflicto referido a cierto sacapuntas o a la sospechosa desaparición de una goma de borrar, allá lejos, muy lejos, en la hilera de los astillados pupitres de la infancia? ¿Qué hace uno, en fin, cuando tropieza con uno de aquellos compañeros de Primaria, o incluso camaradas de parvulario, cuyo apellido aún recuerda, pero cuyo nombre ya ha desaparecido, en la niebla cada vez más densa de la memoria?
Hace unos días, en el enésimo copetín organizado por quién sabe qué centro tecnológico, qué diario centenario, qué organismo cultural, topé con uno de aquellos condiscípulos de la niñez más remota, más profunda, y no supe cómo comportarme, cuándo acercarme o qué decir. Todas las habilidades sociales que debe reunir un cuarentón habían huido de mi caletre: aquel tipo y yo habíamos atrapado grillos metiendo pajitas en los horados que salpicaban una campa. Siendo así, ¿cómo recibe uno, después de muchos años, a alguien que viene de tan lejos?
Aquí es pertinente recordar mi "teorema de las ciudades superpuestas". Es esta una ley que no sirve para las grandes metrópolis ni tampoco para las capitales de comarca, pero que se cumple con rigor en las ciudades de tamaño medio, ciudades como suelen ser las del paisito. Según esta teoría, vivimos en un hojaldre de ciudades superpuestas e incomunicadas. Sólo hay un modo de traspasar las fronteras de esa sucesión de estratos urbanísticos: estar en un lugar no habitual a una hora no habitual. Entonces no falla: basta practicar este ejercicio para que, inesperadamente, aparezca ante nosotros una persona de la que no hemos sabido nada en los últimos veinte o treinta años.
Y así, en una nueva demostración de que el teorema de las ciudades superpuestas es verdadero, me encontré en el copetín con un viejo camarada de la infancia. Y me pregunté qué debía decirle, me pregunté si recordaría aquella lejana tarde, en una pradera de Asúa (recreo en el colegio de las monjas) en que él y yo partimos, con nuestros límpidos babis de rayas verdes, en busca de armas. Y las armas que conseguimos fueron endebles palitroques que ni siquiera un tutor podría utilizar a modo de vara correctora.
Y reconocí al chaval en aquel proyecto de hombre que envejece, y me dieron ganas de abrazarle, ganas de hablar de aquella tarde en que partimos a buscar armas, ganas de hablar de los grillos que atrapábamos en las campas y de la goma de borrar que me debía, que me sigue debiendo, desde hace exactamente cuarenta años.
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