El prodigio de una espuela
Los datos del Atlético de Madrid en Europa no son espectaculares. El club, fundado en 1903, ganó su primer título continental en 1962. Una Recopa: 3 a 0 contra el Fiorentina, en Stuttgart. Un año después, el Tottenham le barrió en Rotterdam. Le cayeron cinco, acertó una vez. El 15 de mayo de 1974 el equipo acudió a Bruselas con el corazón inflado de esperanzas, pues disputaba su primera Copa de Europa. Luis marcó en la prórroga y la gloria les sonreía ya desde las alturas. Pero apareció Schwarzenbeck, defensor del Bayern de Múnich, un tipo de notable corpulencia y nariz de boxeador, y disparó con potencia un balón que se coló en las mallas que protegía Reina cuando quedaban 40 segundos. Los alemanes los machacaron dos días después en el desempate: 4-0. Y llegó Lyon, en 1986, donde disputaron otra Recopa con el Dinamo de Kiev y perdieron 3 a 0.
El miércoles, y de nuevo en una prórroga angustiosa cuando el equipo empataba a uno con el Fulham, un correoso conjunto británico, el Kun cogió un balón por la banda y centró hacia el corazón del área. Forlán pasaba por ahí, enganchó el embiste con el talón y aquella espuela empujó el balón al fondo: gol.
El Atlético ganaba una copa casi medio siglo después de su anterior triunfo. En el paseo de los Melancólicos, en Madrid, los hinchas del club que veían el partido por televisión se precipitaron a la calle cuando el árbitro pitó el final. Explotaron de júbilo.
De eso va esta historia: de una no muy lucida presencia en Europa y de una hinchada que jamás baja la cabeza. Con una paciencia inagotable, una fe inquebrantable, una inmensa capacidad de aguante. El Atlético de Madrid, más que un equipo, es una leyenda que habla de sufrimiento y que está marcada por la derrota.
Si en vez de fútbol se estuviera tratando de las viejas guerras que disputaron en tiempos lejanos las huestes griegas, y fuera un bardo trágico el encargado de hacer la crónica de la gesta, seguro que hablaría de un Atlético de Madrid condenado a combatir siempre abandonado de los dioses. Sin ayuda alguna, a pelo, con la garganta reseca por el polvo que levanta el campo de batalla. Y, de pronto, llega Forlán y su espuela obra el prodigio. Enhorabuena.
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