Agencias de 'rafting'
Las agencias de rating o calificación del riesgo no son culpables de la crisis financiera, pero cunden las sospechas sobre su utilidad. También sobre la oportunidad de sus dictámenes. Los Gobiernos europeos, en especial Alemania, han expuesto con argumentos muy convincentes la necesidad (y la urgencia) de contar con una agencia europea de evaluación de riesgos cuyo funcionamiento y criterios de cálculo sean más objetivos, independientes y fiables que el que hoy es posible atribuir a Moody's, Standard & Poor's o Fitch, por citar a las que hoy constituyen la santísima trinidad del riesgo país o empresa, con un aroma inevitable a oligopolio consentido. Es una excelente idea, cuya utilidad dependerá, como siempre, de concreción. Desde luego, el objetivo de esa calificación europea sería que advirtiese de los riesgos financieros antes de que se produjesen (las S&P, Fitch o Moody's calificaron con triple A casi todos los productos financieros con subprime) en lugar de sumarse a los gritos de alborozo en épocas de prosperidad o a los lamentos de plañidera en periodos de crisis, como es práctica habitual en el universo actual del riesgo.
¿De qué se acusa a las agencias de calificación? Pues, en síntesis, de comportarse como agentes procíclicos que nunca se aventuran cuando se produce en punto de inflexión de las tendencias financieras. Dicho en plata, mientras la economía sigue una tendencia alcista y las Bolsas estallan en beneficios, todo el mundo consigue una calificación triple A. Pero cuando la economía se tuerce, aparece una crisis financiera y afloran las distorsiones financieras que las agencias de calificación no han sido capaces de detectar, el mundo se desploma hacia la calificación general de bono basura. Simplemente se dejan arrastrar por los movimientos de los mercados, hacia la euforia o hacia la depresión. Más que agencias de rating parecen agencias de rafting; se limitan a flotar y maniobrar sobre las turbulencias que son incapaces de prever, orientar o mitigar. Las acusaciones se pueden desarrollar un poco más si fuese necesario. Se les imputa trato de favor a determinados bancos de inversión y de un pecado original para su credibilidad: cobran del emisor de los bonos o productos financieros y no del comprador. No es posible establecer un sistema de arbitraje imparcial sobre la calidad financiera de una emisión sobre la base de que el juez sea retribuido por la entidad que emite el producto. Si Europa pretende erigir una agencia de calificación fiable e independiente, deberá tener en cuenta esta circunstancia.
El pecado original se rodea con otras faltas menores, pero importantes. No se conocen con exactitud los algoritmos para calcular el riesgo solicitado y con frecuencia los inversores advierten cambios de opinión bruscos sobre los mismos valores. La probabilidad de impago de la deuda española (esa probabilidad es la que debe medir una agencia de calificación) es hoy la misma que en 2005; sin embargo, S&P ha degradado la calificación de España. ¿Por qué? Pues porque los inversores desconfían de la estabilidad de las finanzas españolas. La volubilidad de las agencias no implica, en todo caso, que la gestión de la política económica española o de la crisis griega sean correctas; no lo son. Pero sí implica que o cambian sus propósitos e instrumentos de análisis de forma que informen y adviertan sobre los cambios de tendencia o no servirán como guías económicos.
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