El hombre que temía a sus leones
"De pie, él es el que manda, pero las fieras no tienen ningún respeto por el hombre abatido". Pensaba en la frase del gran domador Franck C. Bostock (paradójicamente destinado a ser pastor anglicano), que advertía sobre el peligro de caer mientras estás en la jaula, anteayer al conocer la noticia de la muerte de Ángel Cristo. Con el malogrado beluario onubense, cuya carne han degustado tanto los leones como la prensa del corazón, pasé un sábado de 1997 en Barcelona una jornada impagable que no culminó acariciando a un tigre como me invitó el domador a hacer porque me arrugué (hoy siento no haberme atrevido -mi conversación habría ganado mucho-, pero a cambio conservo las dos manos). De aquellas instructivas horas junto a Cristo retengo, aparte del dudoso gusto de la decoración de su caravana y no digamos de su indescriptible maillot, la asombrosa revelación de que en algunas cosas nos parecíamos. No me refiero a las mujeres ni a la pilosidad, al tórax de barrilete o al uso del látigo, dentro y fuera de la pista. No, me refiero al miedo.
Verle las cicatrices a Ángel Cristo era una experiencia bárbara
Durante el rato previo a su actuación, que compartimos entre sus efluvios de sudor, Ángel Cristo estaba absolutamente despavorido. Es verdad que, para alardear de mis conocimientos circenses, yo me empeñé a lo juglar de Sir Robin de Spamelot en recordarle los percances más sangrientos de los domadores históricos, incluida la ocasión en que Carl Bender se metió en el túnel para desatascar a dos de sus leones que se habían puesto a copular y se negaban -comprensiblemente- a salir a la pista. Pero Ángel no tuvo reparo en sincerarse: "Tengo mucho miedo".
Había tenido muchos accidentes de garra y colmillo, como diría Kipling, cada año dos o tres, y lucía -se las vi al cambiarse: una experiencia bárbara- cicatrices tremendas. Se ha dicho que eso probaba que no era muy bueno en su oficio. No lo crean. Todos los grandes domadores han estado siempre recosidos, por eso no los cubren las aseguradoras.
Decía otro de los grandes, Roman Proske, que uno no mete la cabeza en las fauces de un tigre para examinar sus amígdalas. Siempre me he preguntado por qué Ángel Cristo entraba en la jaula incluso con leones que le había pasado un colega al que no le comprarías un coche usado. Seguramente es porque no sabía hacer otra cosa. Pero me atrae el creer que bajo el aliento de la bestia, en el torbellino de rayas y melenas, donde tu sangre gotea espesa sobre la arena, existe un territorio sin esperanza y, por tanto, libre al fin de la pesada carga del miedo.
Ángel Cristo ya está definitivamente ahí.
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