La aterradora lógica de la bomba humana
Ved a los hombres, mujeres y niños que salen hechos jirones del metro de Moscú, escuchad las agonías producidas por los bricolajes de materias fisibles robadas (o suministradas), constatad hasta qué punto nos amenaza la artesanía de lo peor. Cuando Barack Obama señala, a bombo y platillo, el riesgo del terrorismo nuclear, plantea sólo la mitad de la cuestión: una capacidad técnica para fabricar artefactos devastadores. Falta la capacidad interior, mental, individual de hacer volar, sin palidecer ni estremecerse, un barrio, una ciudad, una comarca, y, con ellos, a uno mismo. "Solamente hay un problema filosófico realmente serio, que es el del suicidio", anuncia Camus al comienzo de El mito de Sísifo (1942). Ahora que asistimos a la multiplicación de los atentados suicidas, sólo hay un problema que se ha hecho mundial, que es el de la lógica de las bombas humanas.
Putin ha ganado contra la independencia chechena, pero ha perdido contra el terrorismo
Una implacable religión de muerte determina las pasiones humanas
Pero no estamos ante lo nunca visto. Una mujer de 21 años entra en el cuartel general de la policía con 13 libras de nitroglicerina sobre su vientre. No pertenece a Hamás ni a los Tigres Tamiles. Se llama Evestilia Rogozinkova, es socialista-revolucionaria, estamos en 1907, en San Petersburgo. Es una entre los miles de consagrados a la autodestrucción: "Si hay que segarlo todo, no nos ahorremos las propias piernas", profesa Bazarov, el líder nihilista descrito por Turgueniev.
Yo mato y me mato. La equivalencia del homicidio y del suicidio estructura la violencia radical de los héroes de nuestro tiempo. Poco importa que se pretenda defender una religión profana o sagrada, un interés colectivo o alguna venganza privada, el axioma guerrero es irrefutable: quien está dispuesto a sacrificarse a sí mismo se considera digno de sacrificar a otro. El terrorismo se eleva así a una "mística", "una posesión absoluta de sí mismo", "un éxtasis... hacia abajo", predica Chen en La condición humana, donde Malraux se hace eco de Dostoievski.
Con demasiada frecuencia nos conformamos con la explicación de los peores terrores mediante la exageración o la deriva excesiva de los comportamientos ordinarios: el fanatismo de los grandes sentimientos nacionalistas dio a luz al nazismo en Alemania, el fanatismo de los buenos sentimientos igualitarios dio lugar en Rusia a la investidura de las monstruosidades marxistas-leninistas y el extremismo religioso produce en el mundo musulmán el asesinato en nombre de Dios. ¡Nada de eso! No caigamos cautivos de las coartadas de los que matan y que nada ni a nadie perdonan. Desde hace dos siglos, una implacable religión de muerte determina fatalmente las pasiones humanas más diversas. Una sinies
-tra OPA ha tomado como rehenes a nuestras mejores intenciones para hacerlas entonar un monocorde "¡Viva la muerte!", el grito de los falangistas que tanto indignó a Unamuno. Explícito o implícito, ese grito ha sido vehiculado por las SS con su emblema Totenkopf, por los "hombres de hierro" de las revoluciones despiadadas o por los predicadores barbudos que salmodian "vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte, así que ganaremos". Los niños soldados, los adolescentes destrozadores, los guerreros emancipados de los cinco continentes se imitan y se inspiran los unos a los otros más allá de confesiones y fronteras; sin saberlo ellos, el culto nihilista de la destrucción por la destrucción les somete.
El terrorismo no está "al servicio" de los ideales y los valores que pretende defender, los cuales, por el contrario, están infectados y triturados por la máquina de aterrorizar. La insigne brutalidad del joven Stalin no constituye en absoluto un caso aislado. Muy pronto, objetivos "nobles" y medios criminales se amalgaman en un cóctel sórdido: ni siquiera se le perdona la vida al civil, incluso se convierte en una presa codiciada; el militante disciplinado se mezcla con el hampa o está a sueldo de la policía secreta, o ambas cosas. De donde se suceden una serie de giros radicales y de conversiones, ya no se sabe quién es quién. De este modo, el asesinato en 1904 del ministro del interior Von Plehve fue comanditado por Azev, patrón de "la organización de combate" (estado mayor terrorista) pero también informador y ejecutor de la Okhrana (policía antiterrorista del zar). Una vez realizada la revolución, la terrible Cheka, antecesora del KGB-FSB, re-clutó en los bajos fondos: "Los santos me huyen y me encuentro con los desalmados", confesaba Djerzinski, su poco mojigato fundador, el mismo al que Vladímir Putin puso flores en su monumento. El metabolismo entre derechos comunes, policías especiales y militantes de la Browning y del Kalashnikov no tiene nada de excepción histórica, pues comunistas, fascistas y asesinos islamistas dan testimonio de la intangibilidad de la regla: la unión para la destrucción aglomera sin dificultad a los "duros" de toda calaña.
El terrorismo engendra terrorismo. La intolerable carnicería del metro de Moscú ha sido reivindicada por Doku Umarov, autoproclamado "Emir" del Norte del Cáucaso. ¡Menuda voltereta! Hace 10 años visitaba yo clandestinamente la Chechenia martirizada por el Ejército ruso. Los jefes de la resistencia se esforzaban por aislar a los exaltados y a los escasos islamistas venidos del exterior. Condenaban sin reservas, con éxito desigual, la violencia contra los civiles (ya se tratase de autóctonos o de rusos). En 2004, cuando un comando independentista checheno tomó una escuela en Beslan con todos sus integrantes como rehenes, el presidente Maskhadov, conmocionado, propuso presentarse allí para obtener la rendición de los asaltantes. El Ejército ruso prefirió "liberar" la escuela utilizando lanzallamas. Poco después Maskhadov fue abatido y finalmente todos los jefes laicos de la insurrección chechena fueron liquidados. Quedan los "emires" y los desesperados, un terreno fértil para que florezcan los voluntarios de la muerte. Tras 200.000 muertos (sobre una población de un millón de habitantes) -de los cuales 40.000 niños-, una capital arrasada, soldados enarbolando collares de orejas, astillas humanas por explosión de granada y un inaudito comercio de cadáveres, Vladímir Putin ha ganado su guerra contra la independencia. Pero ha perdido su guerra contra el terrorismo. Ha acorralado a los chechenos "hasta las letrinas", desde entonces se ocupa de "limpiar las cloacas". Y Medvédev, en abril de 2010, lejos de sacar las oportunas consecuencias, ¡aún propone "más crueldad"! El Ejército del Kremlin hace escuela, la brutalidad se impone a riesgo de volverse como un boomerang sobre la santa patria.
Mato, luego soy. El cogito nihilista se ha universalizado en el espacio de dos siglos, movilizando a los rebeldes sin fe ni ley, y legitimando las perjudiciales políticas perpetradas por Estados internacionalmente reconocidos y con demasiada frecuencia respetados. Debemos a Wagner, inspirado por su amigo Bakunin, la escena final del sueño terrorista: El crepúsculo de los dioses, con el planeta en llamas. El terrorismo nuclear, por el que se preocupa Obama, coronaría los deseos modernos de poner punto y final.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Juan Ramón Azaola.
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