Sea Lion Park
Supimos encajar, uno detrás de otro, todos los golpes de martillo que la ciudad de Nueva York ha dado sobre una mesa para decir basta, que quieren la tierra de vuelta, que ésta es su costa sagrada. Porque sabemos que no es cierto. Que el Paraíso está hecho por gente como nosotros y no tiene dueño. Y que Coney Island no es sólo una tierra con un pasado glorioso en la que crecían atracciones como si fueran setas. No es sólo el único lugar del mundo en el que subir al cielo y gritar y agarrarse las manos los unos de los otros cuando nos estábamos divirtiendo. No. Sino que es también un derecho. Una manera de decir: este es nuestro mundo y esto lo que hemos hecho con él: esta es una de las pocas comunidades de América creada por una mujer: este es un refugio para las libertades: este es un terreno ganado sin una sola bala: esta es una tierra amable donde cabemos todos: el último reducto que no quiere ser otra cosa. No casas para residentes ricos. No paseos junto al mar que nos recuerden la Europa en la que nunca crecimos. No tiendas carísimas. No escondite para autoridades corruptas.
Una manera de decir: este es nuestro mundo y esto lo que hemos hecho con él
Esta es a partir de hoy nuestra lucha: una tierra libre en la que cualquier cosa será posible. Hoteles elefantes. Casitas de madera en el cielo. Vacas metálicas. Y fotomatones imposibles.
Pero por encima de cualquier otra cosa, más que nada, esta será la única tierra del Estado que ha sabido resistirse a Nueva York y a sus imperialistas ambiciones.
El Paraíso es nuestro, parece que estemos gritando, y no está en venta.
¡El Paraíso es nuestro!
Y el eco que originó nuestro grito sacudió la tierra, que se caracoleó como si fuera un animal diminuto y empezó a florecer atracciones como si hubieran sido flores. Atracciones dispersadas aquí y allá, como si fueran el fruto de la casualidad: toboganes gigantes, ruedas de la fortuna, recorridos en ferry, bicicletas... Un mundo lleno de tropezones en los que detenernos y divertirnos.
Hasta que apareció Paul Boyton. Porque cuando llegó, en 1895, el aventurero Paul Boyton dijo que sí, que todo estaba bien, que era bonito que las atracciones fueran salvajes como las flores, pero que debíamos atrevernos a soñar más. Mucho más.
¡Y todavía mucho más!, gritó.
De modo que levantó bardas, cerró un trozo de paraíso y construyó el primer parque de atracciones de la historia: Sea Lion Park. El primero que luego se reproduciría hasta el infinito en todos los rincones del mundo. El primero que luego fue siempre imitado. La semilla. Nuestro origen. El principio de todos nosotros. Y, en efecto, Sea Lion Park es de donde todos nosotros hemos llegado hasta aquí.
Estaba en la esquina de la avenida de Neptuno y la calle 12 oeste. Y todos los que íbamos allá debíamos pagar una entrada para poder tener acceso a las cuatro atracciones originales: Shoot-the-chutes: uno de aquellos toboganes gigantes desde los que unas barcas sujetas caen al agua, la montaña rusa Flip-Flap, los artistas de circo y los leones marinos domesticados. Todo un espectáculo por cuya entrada se pagaba mucho menos de un dólar.
Y pronto una cosa llevó a la otra. Y un viejo ciudadano de Coney Island apellidado Tilyou compró una parcela en la calle 16 oeste y construyó el segundo parque de atracciones de Coney Island. Y también el segundo del mundo. Porque por ahora todo se reproducía aquí. Éste era nuestro laboratorio de diversión, nuestro sueño, nuestra valentía. Éste es el mundo que fuimos todos nosotros.
Y ahora brotaba, nacía, se reproducía, se había contagiado la tierra que se escarchaba suavemente bajo nuestros pies y había dado paso a Steeplechase Park. El segundo. Pero el segundo quedó pronto sepultado por la fiebre de inventárnoslo todo. Y fue rodeado por casas en las que los habitantes de Coney Island, ya desde entonces, se refugiaban para estar cerca de las atracciones. Y esas casas fueron rodeadas por muelles que se convertían en pabellones de baile, casas de apuesta o locales para jugares al póquer. Era tanta, de hecho, la fiebre de la diversión, que pronto se empezaron a construir pabellones sobre el agua y la playa quedó cubierta. Y fue entonces cuando el ingenioso Tilyou tuvo una idea. Haremos, dijo, un paseo marítimo más largo que el de Atlantic City. Y eso que el famosísimo paseo de Atlantic City tenía cuatro millas de largo. Pero ni siquiera eso amedrentó a Tilyou, que pensó que sería capaz de limpiar el mar de muelles, recuperar la playa, depurar el aire y hacer, que estuviéramos donde estuviéramos, todos nosotros viéramos el segundo parque de atracciones del mundo: Steeplechase Park, en la calle 16 oeste de Coney Island. Cerca de Sea Lion Park, donde los animales domesticados convivían con los saltimbanquis y los acróbatas. Y viéramos también el mar y el horizonte y el más allá desde el que llegaban todas las cosas que éramos capaces de imaginarnos.
Pero no fue así.
Las finanzas de Coney Island estaban francamente afectadas por la corrupción de las viejas autoridades capitaneadas por McKane. Y la recaudación no bastaba para construir el paseo que Tilyou había soñado. De modo que a pesar de la tristeza y la impotencia, Tilyou se levantó un día y dijo que había tenido un sueño: que cada habitante de Coney Island se ofrecía a construir un pedacito de paseo marítimo. Un pedacito de cielo. Un trozo de ese corredor, mayor que el de Atlantic City, que solidificaría para siempre las raíces de Coney Island en el mundo.
Como si fuera una columna vertebral.
Pero no fue así. Y las finanzas del Paraíso siguieron mermando como si fueran burbujas en una olla de agua hirviendo. E incluso Sea Lion Park se vio obligada a cerrar y a vender sus atracciones a precio de solar. Y los saltimbanquis, los acróbatas y los domadores de los leones marinos se alejaron por una playa descuidada y amontonada que tardaría todavía muchos años en tener un paseo marítimo más grande que el de Atlantic City.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.