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Columna
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Una cierta planificación

No puede haber mercado sin Estado, por más que aparezcan de tiempo en tiempo adherencias de trueque no institucionalizado, casi siempre como respuesta ingenua a los excesos del llamado consumismo. Ya hubo momentos en que -allí en donde la propiedad de los medios de producción era colectiva- la planificación recibía el nombre de imperativa, mientras que en bastantes países capitalistas nunca se dejó de planificar, a su manera, si bien bajo el método "indicativo", de concertación y concibiendo, en todos los casos, el plan como la antítesis del azar.

En un famoso discurso de mediados de los años cuarenta, De Gaulle se expresaba así: "Queremos poner en común todo lo que poseemos sobre la tierra, y para conseguirlo no tenemos otro medio que la economía dirigida". Pero el general no situaba su pensamiento en las sendas de Bonaparte o Marx, sino que con su filosofía quería conseguir el apego del país entero, tan lejos del desenfreno del capitalismo liberal como de "la tiranía aplastante del comunismo totalitario". Iba a ser, en resumidas cuentas, la planificación de Jean Monnet, que intentó diseñar un contrato justo entre el todo y lo múltiple, en el que la "obligación" se la pone uno a sí mismo. Magisterio de influencia, instrucción cívica, garantía de la creatividad de los individuos, distante de la muy visible mano de la "nomenclatura", pero también alejada de la muy actual y opaca dictadura financiera.

Cabe preguntarse si el Gobierno gallego ya ha comenzado a pensar en el medio y el largo plazo

Este preámbulo viene a cuento, a mi modo de ver, de la presente situación de la economía y de la sociedad en su conjunto, en dos niveles, el de la crisis en sí misma y el de su gestión en Estados federales o cuasi federales. Porque la abrumadora avalancha desreguladora parece olvidar que no hay organización sin planificación y ahí está la propia empresa privada, para quien planificar resulta esencial y utiliza para ello técnicas sofisticadas, sin limitarse a atender pasivamente las señales del mercado, porque los precios no son las únicas variables que intervienen en sus políticas.

En definitiva, el mundo se mueve mezclando decisiones originadas en el libre intercambio con las que surgen en el seno de la economía administrada, argamasa con distintas proporciones de agua, cal y arena. Mortero en el que conviven la globalización, el progreso técnico, la ingeniería financiera y las grandes preguntas medioambientales. Ante este panorama, cuya gobernanza está resultando muy infeliz, se necesita otear el horizonte con alguna garantía de anticipación, reduciendo la incertidumbre. Los agentes económicos y sociales precisan de la colaboración de lo público y viceversa, y el balizamiento del futuro más probable ha de combinarse con la coordinación entre niveles de gobierno, intentando concertar cooperación y competencia.

Ya se trate de políticas industriales activas o de nuevas filosofías que transformen en sostenibles sectores maduros y en franco declive -piénsese en lo agropecuario, por ejemplo-, o, por supuesto, de los servicios públicos, el pacto y el ajuste entre sociedad civil, política y economía, nunca fue más urgente que ahora.

Es cierto, claro, que no se debe volver a la burocratización asfixiante, pero ya sabemos lo que ha dado de sí el exceso de aire frío de las estepas ultraliberales. Y nada será tampoco viable sin una reconsideración del papel del sector financiero, que habrá de regresar a funciones más humildes -pero genuinas-, sin innovaciones de pasarela que han traído un nefasto debilitamiento del sistema.

Por todo ello, por buscar un futuro más previsible en lo que humanamente nos es dado, cualquier gobierno ha de esforzarse en hacer compatible el arduo trabajo del día a día con una planificación a medio y largo plazo, imprescindible, sin falsos corsés, pero como un medio flexible de navegar en medio de la agitación y el desorden, que así -por suerte- es la vida. Proyectos que no ahoguen la creatividad, pero que tampoco hipotequen los recursos en nombre de anárquicas tormentas de ideas peregrinas.

Llegados a este punto, sería pertinente preguntarse si la "federación" española, inmadura aún, pero consistente, con nervio y contenido, no debería reflexionar sobre estos asuntos y, también, si el Gobierno gallego, en esta senda lógica que esbozamos, ha comenzado ya a pensar en el medio y el largo plazo, digamos que en los siete u ocho años venideros. Otra cosa equivaldría a resignarse a la vorágine de la rutina, es decir, a renunciar al progreso.

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