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Reportaje:PENSAMIENTO

La ciencia y los políticos

La ciencia es uno de los elementos más importantes del mundo actual. Del actual y del de hace ya bastante tiempo, puesto que ¿puede alguien entender el siglo XIX, el de la telegrafía y la iluminación eléctrica, el de la química de los fertilizantes y los tintes, el de la anestesia y las vacunas, sin los Faraday, Maxwell, Kelvin, Liebig, Pasteur o Koch? ¡Y qué decir del XX, la centuria de la relatividad, la física cuántica, el ADN, los ordenadores e Internet!

Hoy no se puede -o no se debe- tomar decisiones en un sinfín de dominios sin evaluarlas a la luz de la ciencia. Pero las decisiones las toman los políticos, no los científicos. El poder es político -y económico -, no científico. De una forma brutal, Nikita Jruschov lo dejó claro en 1961 cuando ante una nutrida audiencia le dijo a Andréi Sájarov: "Deje la política para nosotros, que somos especialistas en ella. Haga usted sus bombas y pruébelas y no interferiremos en su trabajo; antes bien, le ayudaremos".

La cuestión es si Jruschov -o para el caso otros como él- sabía algo de las implicaciones físicas de las bombas que tipos como Sájarov fabricaban siguiendo sus órdenes. Y si no nos limitamos a cuestiones atómicas, sino a la relación de la ciencia con otros asuntos capitales en el mundo actual, entonces habría que preguntarse qué saben de ciencia los políticos de hoy.

Richard Müller, un catedrático de Física de la Universidad de California, ha escrito un libro para ayudar a todos aquellos que se plantean intentar ser algún día presidentes. Física para futuros presidentes (Antoni Bosch, editor, Barcelona) se titula. "¿Le intimida la física?", leemos en la Introducción. "¿Se hace un lío con el calentamiento global, con los satélites espía, con los misiles balísticos y los antibalísticos, con la fisión y la fusión? ¿Cree que toda la tecnología nuclear, tanto la de las bombas como la de las centrales de energía, es fundamentalmente la misma? ¿Le desconcierta la afirmación de que nos estamos quedando sin combustibles fósiles, cuando hay quienes sostienen lo contrario?". Y tras unas preguntas más parecidas, concluye: "Si es así, el lector no está preparado para ser un líder mundial", aunque, claro, aún puede salvarse leyendo su libro. Por supuesto habría que añadir que también debería leer otros textos porque hay más ciencia que la física. Pero esta es otra cuestión.

Lo que ahora me interesa es si hay muchos políticos que necesitan de obras como esta. O si abundan los que, como Napoleón, saben bastante de ciencia. Bonaparte, recordemos, se consideraba más que capaz para la ciencia: "Si no me hubiese convertido en general en jefe", llegó a decir, "me habría sumergido en el estudio de las ciencias exactas. Hubiera construido mi camino en la ruta de los Galileo, los Newton. Y como he triunfado constantemente en mis grandes empresas, pues también me habría distinguido mucho con mis trabajos científicos".

Francamente, no veo muchos estadistas de este tipo en la actualidad. Y sí muchos maniobreros de la política, personas en cuya biografía no es posible descubrir más que el esfuerzo temprano y continuado por sobresalir en la arena política. Su carrera, su profesión, es la política. Enfrentando a esta realidad, es posible consolarse mirando hacia atrás, rebuscando en ese bosque que es la historia. Y aunque tampoco abunden en él los gobernantes y políticos ilustrados en materias científicas, siempre se encuentra alguno. Uno de mis favoritos es Benjamin Franklin, que no gobernó pero sí intervino en política: la hermosa Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (4 de julio de 1776) le debe bastante. Franklin supo bien lo que cuesta ganarse la vida: fue impresor, periodista, pequeño empresario, diplomático y ciudadano consciente (tras salvarse por los pelos de un naufragio, escribió en una carta a su mujer: "Acaso debería aprovechar esta ocasión para prometer construir una capilla a algún santo; pero si tuviese que prometer algo sería construir un faro"). También fue un notable científico que se interesó en muy diversos campos de la ciencia; en su correspondencia se encuentran cartas a científicos tan distinguidos como Cavendish, Lavoisier y Joseph Priestley. Precisamente sobre este científico inglés, que tanto aportó al conocimiento de las "distintas clases de aire", como reza el título de una de sus obras, se acaba de publicar un interesante libro (Steven Johnson, La invención del aire, Turner), en el que al hilo de la biografía de aquel hombre, que no le hacía ascos al compromiso social, y que por ello terminó sus días en Norteamérica, también se habla de las relaciones que mantuvo con Franklin y con otro de mis políticos favoritos, Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos. Instalado en su nueva patria, Priestley escribió con regularidad a Jefferson. Y aprovechaba para enviarle trabajos científicos, para que la política no le hiciese olvidarse "de su interés por la ciencia". Seguramente no hacía falta; Jefferson, recordemos, fue el autor de un notable texto, lleno de datos y consideraciones sobre geología e historia natural: Notes on the State of Virginia (1785). Una rara avis en un mundo de rapaces.

Física para futuros presidentes. Richard Müller. Traducción de Víctor V. Úbeda. Antonio Bosch. Barcelona, 2010. 416 páginas. 23 euros.

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