Dos decepciones
1 Primera decepción: El avaro, de Molière, en el María Guerrero, dirigida por Jorge Lavelli, que también firma la adaptación mano a mano con José Ramón Fernández. ¿Qué ha pasado aquí? O el reparto no ha entendido a Lavelli o él no ha sabido hacerse entender. Casi todos están falsos, externos, opacos. Hay una doble o triple barrera entre ellos y el público. Rostros blancos, como borrados; braceos espasmódicos, intenciones subrayadas, luces tétricas: todo resta, todo se interpone. Escenario feísimo de Ricardo Sánchez-Cuerda: paneles que imitan el acero gris, sucio, frío; ritmos tediosos, sin chispa, como si estuviera multado alcanzar una risa.
El gran reto de El avaro es equilibrar la comedia y lo siniestro y, sobre todo, mostrar las raíces del ogro. Hay una gran ausencia: la esposa muerta, a la que apenas se alude en el texto. Harpagon es el personaje más solo de toda la obra de Molière. La avaricia no es su motor sino su síntoma, su compensación, su consolación única. Como el síndrome de Diógenes en tantos ancianos desposeídos. Aquí vemos a un monstruo que es avaro como podría ser alcohólico o glotón. No se advierten con claridad los miedos terribles de la vejez. Ni su derecho a enamorarse, a cumplir su deseo. Concebirlo como un mal bicho a secas es como robarle a Shylock sus razones. El riesgo contrario es llevarlo hacia el histrionismo, la pantalonnade. Quizás el objetivo de Lavelli haya sido frenar a Juan Luis Galiardo, un actor esencialmente expansivo y con tendencia a pasarse. Yo creo que sólo ha conseguido disecarle, aprisionarle. Su gran momento es el enfrentamiento con su hijo, Cleantes (Javier Lara, también con vigor y verdad), por el amor de Mariana. Ahí asoma el viejo macho, el viejo Don Juan. Ahí vemos a un hombre. Durante todo el resto veo en Galiardo autoridad escénica pero sobre todo lentitud, afectación e, intuyo, raras indicaciones. El gran monólogo del robo, por ejemplo. Lavelli se lo marca sentado, musitando como si pasara texto, y luego lanzándoselo al público, como si Harpagon fuera un actor consciente de su teatro. No le veo el sentido a eso por ningún lado. Veo energía y comunicación en la celestinesca Frosina (Palmira Ferrer) y a ratos en Flecha (Manolo Caro) y, ya digo, en el Cleantes de Javier Lara. En la escena final del reconocimiento ya ni vemos a Harpagon. De acuerdo que su mundo ya ha acabado, y su plan, y sus esperanzas, pero deberíamos percibir que todas esas pérdidas pasan por su rostro. Traspiés de Lavelli, tristemente lejos de maravillas como La hija del aire en el Español. Se impone también un toque de atención para el Centro Dramático y para Gerardo Vera. Ni Realidad, pese al buen trabajo de Cámara y Pujante, ni este Avaro están a la altura de lo que cabe esperar de un teatro de su prestigio.
Se impone también un toque de atención para el Centro Dramático y para Gerardo Vera
2 Tampoco me ha convencido Por el placer de volver a verla, de Michel Tremblay, dirigida por Manuel González Gil, en el Amaya. Aquí tenemos, de entrada, un éxito de campeonato, a teatro lleno, incluso la noche del Madrid-Barça; un éxito que parece destinado a duplicar el taquillazo de El diario de Adán y Eva, interpretada por la misma pareja: Miguel Ángel Solá y Blanca Oteyza. Solá me parece un fuera de serie. Y no sólo en teatro. Recuerdo, para citar un solo ejemplo, una escena en una serie de televisión, UCO, injustamente cancelada. Una escena en la que fingía ser pederasta para lograr la confesión de un sospechoso: puro Al Pacino, impresionante. También aplaudo su coraje, actuando en plena convalecencia de un tremendo accidente. Vaya todo esto por delante porque me parece que la función del Amaya no está a su altura: debería, pienso, abordar trabajos de mayor calado. Igual que Blanca Oteyza, llamada a más altos empeños. Una cosa es el éxito y otra la entidad artística, que no siempre coinciden. Es curioso que hayan rebautizado la obra como Por el placer de volver a verla porque tengo la sensación de que, más allá de los argumentos y con mayor o menor fortuna, me han contado esta historia un montón de veces. Desde Nunca la olvidaré, con Irene Dunne, hasta Conversaciones con mamá, con China Zorrilla, pasando por Roma de Aristarain: cantos de amor absoluto. Aquí tenemos a una madre hiperbólica, fantasiosa, verborrágica ("exageraba para que todo le doliera menos"), teatral y amante del teatro, y a un hijo adorador, ensimismado, casi, duro es decirlo, castrado: ella le da alas para la escritura y se las recorta, quiera que no, para la vida. Mi primer problema es que, pese a las constantes loas evocativas del hijo, la madre me resulta una pelmaza de cuidado. No me extraña que apenas se hable del padre: en Oceanía debe andar para no aguantarla. Segundo problema: todo se alarga, todo suena a variantes de un mismo tema, y el pasaje en el que ella defiende un libro inverosímil y el hijo lo desmenuza se hace interminable. Tercer problema: me creo a Solá todo el rato, haga de niño o de adolescente, es pura naturalidad, pura verdad, pero, ay, me cuesta creerme a Blanca Oteyza. Creo que es demasiado joven para el papel y que su vivacidad, siendo eficaz, está excesivamente compuesta. No le ayuda el texto de Tremblay: su perfil es plano, reiterativo. Contagiado del mismo defecto, repito: una cosa es lo que nos cuenta el hijo y otra muy distinta lo que vemos en escena. La pieza remonta cuando aborda el siempre hermoso asunto de la pasión teatral, del contagio del virus escénico, y toca carne, como cabía esperar, en la escena de la muerte, no sólo por el obvio dolor del momento, muy bien servido, sino porque ahí los personajes cambian y se dicen lo que hay que decir. La madre se da cuenta de que ha criado a un soñador inerme y le incita a liberarse, a vivir la vida, y tiene hermosas frases ante la inminencia de la muerte: "¿Por qué esta angustia, cuando todo ha sido ganancia?". Último problema: la emoción blandamente subrayada por el director. La obra no necesita interludios musicales de consultorio sentimental, y menos en la escena final: mal asunto cuando la muerte de una madre requiere un piano a lo Richard Clayderman. -
El avaro, de Molière. Dirección de Jorge Lavelli. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 23 de mayo. cdn.mcu.es. Por el placer de volver a verla, de Michel Tremblay. Dirección de Manuel González Gil. Teatro Amaya. Madrid. Hasta el 2 de mayo. www.teatroamaya.com.
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