Segunda mano
Tener un libro de segunda mano entre los dedos es acariciar la historia de otros. Son libros que hablan de olvido, muerte, dificultades económicas, tragedia, ruptura
...; de relatos que jamás conoceremos, pero que custodian la emoción de quienes leyeron el libro en un tiempo lejos del nuestro.
Lo pensaba al recorrer las páginas papel biblia de las obras completas de Oscar Wilde, un volumen legendario de mi madre encuadernado en piel granate, regalo de juventud -recuerda-, de segunda mano, en un momento en que las obras del escritor inglés eran tesoros no tan fáciles de encontrar aquí. La letra, diminuta, reta a la vista de quien ha perdido los ojos de la adolescencia, los que se quiebran también en mi edición Penguin de D. H. Lawrence: OXFORD 1973, escribe mi caligrafía, redicha. Las hojas de Lady Chatterley, devoradas con curiosidad infinita aquellos días -aprendí inglés leyendo a Lawrence y para leer a Lawrence-, van amarilleando, canas de los viejos libros, los corrientes, los que no son de coleccionista, incunables o antiguos; hipotéticamente libros de ocasión, los que resumen las fascinaciones de tantos y conservan hasta alguna línea subrayada que nos hace soñar con el anterior propietario. Leer, así, como una cadena imparable de necesidades sin edad ni circunstancia. Leer lo que caiga entre las manos, lo que esté al alcance del presupuesto. Leer de prestado y leer incluso el mismo libro una y otra vez cuando falta la lectura. Porque si falta la lectura...
Es la historia que cuenta Mary Shelley y que tiene lugar en Suiza a principios del siglo XIX. Hasta allí han llegado la propia Shelley con su marido, el poeta, y Byron y su médico, John William Polidori. Leen historias góticas. Luego, al terminar los libros traducidos y no teniendo que leer, Byron propone inventar algo al estilo de los relatos que adoran. Y todos, después de acoger la proposición con entusiasmo, se ponen a la tarea: cuando no quedan relatos por leer es necesario escribirlos. Allí nace Frankenstein.
Leer como una necesidad tan apremiante que obliga a escribir para seguir leyendo. Revivir, en el acto de la escritura, la emoción de encontrarse con el texto, igual que el regreso cada noche al libro a medias, rescatada la historia del anonimato de la mesilla. Mundos que nadie puede arrebatarnos.
Pero en una época de excesos como ésta -incluso en el número de volúmenes publicados- cada vez se compran menos libros de segunda mano. Quizás no se vendan muchos siquiera. O se vendan y se compren al peso -terrible forma de acabar para esas páginas que fueron capaces de hacernos obviar la rutina un momento. Ahora que tantos leen libros de consumo, me pregunto qué suerte correrán los best sellers a los que supongo no se regresa tantas veces a lo largo de la vida como ocurre con Wilde o Lawrence.
Aunque los libros de segunda mano no están ya de moda, en primer lugar, porque reenvían a cierta escasez que se lleva mal con la sociedad de consumo. Por eso es importante enfrentarse con cada texto que se empieza como si de un bien escaso se tratara. Mimarlo, besarlo, beberlo. Dejarse encadenar por sus páginas con el entusiasmo de la juventud. A veces resulta muy fácil, como en la última novela de Alan Pauls, Historia del pelo, un libro plástico, irónico, genial, a fotogramas -no, un plano secuencia. Lo acaba de sacar Anagrama y al terminar esta historia especial y delirante -que no deben perderse- he pensado en el volumen entre mi biblioteca, dentro de muchos años, y me ha conmovido avant-la-lettre como un libro de segunda mano, tal vez porque la propia vida tiene, pasado el tiempo, parte de la vida de otros.
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