Negro sobre blanco o censores y maestros
Juguemos a las adivinanzas. Concepción Arenal, Virginia Woolf, Alejandra Kollontai, Victoria Kent, Simone de Beauvoir, Bibiana Aído, Mary Wollstonecraft. En la nómina anterior, ¿quién es la intrusa y por qué? ¡Bingo!: todas las conspicuas feministas (o protofeministas) citadas, menos una, ya no están entre nosotros. Y, como se sabe, lo último no siempre es garantía de lo mejor. La izquierda nunca debería dejar en manos de la derecha la crítica de las estupideces de quienes pretenden hablar o actuar en su nombre, porque de ese modo se hace menos creíble. Cuando esa aprensión -"no darle armas a la derecha"- se mezcla con los vidriosos asuntos de la corrección política el error se amplifica. Cerrar filas ante determinadas boberías de la ministra de Igualdad, sólo porque la derechona (y extremaderechona) que se ha enseñoreado de la TDT la haya convertido en blanco de sus hipócritas sarcasmos no parece una actitud democráticamente madura. Y todavía resulta peor cuando se mira hacia otro lado y se hace como si los dislates no se escucharan (o leyeran). Ahí tienen, como gota que ha colmado mi particular vaso, el asunto de los reproches a los cuentos tradicionales (por los pretendidos estereotipos que difunden) vertidos en una guía "educativa" avalada por el Ministerio de Igualdad. El hecho de que esos relatos formen parte del canon de la literatura infantil debería darles que pensar. Por supuesto, ese canon adolece también de las anteojeras falocráticas con que se han elaborado todos los cánones literarios. Pero esos cuentos -Blancanieves, Caperucita, La Bella durmiente y tantos otros- no están ahí por eso. Como tampoco Shakespeare lo está a cuenta de su Shylock, o el Poema del Cid por la burla (y estafa) a que su héroe somete a los judíos Dimas y Raquel. Los cuentos tradicionales no sólo difunden los estereotipos de sus autores (y de su época), sino valores que han contribuido a través del tiempo al crecimiento psicológico y moral de los lectores a quienes van destinados, que no por leerlos están condenados a convertirse indefectiblemente en asesinos machistas o en sus víctimas. Sugerir cualquier censura (y lo es, por ejemplo, enviar esos cuentos al desván de la historia) es una aberración cultural y, sobre todo, una muestra de autoritarismo estúpido, mediocre e intolerable. Menos mal que la actual responsable de los asuntos de igualdad no ejerce de ministra de Cultura (por ahora): podría ocurrírsele crear una comisión para estudiar el modo de hacer aceptables para sensibilidades como la suya no sólo dichos cuentos infantiles, sino novelas como La Regenta, o Fortunata y Jacinta. Ese comité -que tendría como contrapartida social la creación de puestos de trabajo para centenares de escritores en paro- podría ocuparse de corregir personajes, proponer finales alternativos, suprimir párrafos (¿acaso no le sobran páginas a toda gran novela?). En fin, poner la vieja literatura sexista en sintonía con los luminosos valores "igualitarios". Al fin y al cabo, Winston Smith, el protagonista de 1984, se dedicaba a hacer más o menos lo mismo desde su pupitre del Ministerio de la Verdad. Claro que era hombre.
Los cuentos tradicionales difunden valores que han contribuido al crecimiento psicológico y moral de los lectores a quienes van destinados
Blanco
En diciembre de 1978, cuando el primer Gobierno (democrático) de Adolfo Suárez saboreaba las mieles del éxito político obtenido en el referéndum para la ratificación de la Constitución, Castalia publicaba los dos primeros volúmenes de los tres que componían la Historia Social de la Literatura Española. Sus autores, Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, que a la sazón enseñaban en universidades norteamericanas, no ocultaban ni sus preferencias metodológicas ni sus objetivos: ofrecer "una historia de la literatura en la cual la evolución de las 'formas' se entienda al propio tiempo como autónoma y determinada, y en la cual el caso particular, la particularidad de cada texto, se presente como realidad en sí y como reflejo de un momento histórico sobre el cual tenemos la obligación de generalizar sin caer en abstracciones". El éxito de ventas fue "fulminante", y la primera edición se agotó en un mes. El suplemento cultural de EL PAÍS (que entonces se llamaba de Arte y Pensamiento) dedicó al "fenómeno" un bloque crítico cuyo tono venía marcado desde los titulares de sendos análisis firmados por dos "estrellas" de entonces: el gurú Rafael Conte y (no se froten los ojos: la vida da muchas vueltas) el joven contestatario "liberal" Federico Jiménez Losantos, que había obtenido recientemente el I Premio de Ensayo El Viejo Topo (ya he dicho que la vida da muchas vueltas) por un texto muy crítico sobre el nacionalismo incluido posteriormente en su polémico libro Lo que queda de España (y, por cierto: quedaba mucho). Los titulares eran respectivamente: "Una historia estalinista de la literatura española" y "Novísima inquisición de la literatura española". Lo de "estalinista" se convirtió en un marbete muy utilizado para intentar descalificar la obra de Carlos Blanco Aguinaga, uno de los más reconocidos especialistas en literatura española de los siglos XIX y XX (véase, como muestra, la recopilación De Restauración a Restauración, ensayos sobre literatura, historia e ideología, publicada por Renacimiento). Pero el tiempo todo lo matiza y, años más tarde y con ocasión de sus memorias (Pasado imperfecto, Espasa, 1998), Conte se refirió a aquel libro, al que veinte años antes había puesto a caer de un burro, como "discutible pero estimulante y hasta siempre necesario". En cuanto al otro crítico mencionado, al que Blanco denomina "fascistilla", ignoro lo que piensa hoy al respecto, pero lo supongo. De Blanco Aguinaga, maestro añorado por muchos, se publica ahora De mal asiento (Caballo de Troya), segunda parte de su autobiografía (la primera, Por el mundo, la editó Aberdania en 2007). Lo de (culo de) "mal asiento" va por el tono peregrino de su peripecia: nacido en Irún (1926) y exiliado desde 1936, ha dividido su vida, sus amores y su actividad profesional entre México, España y California (en la Universidad de La Jolla fue titular de la cátedra de Literatura Española Contemporánea). Sus memorias -y especialmente este tomo, que cubre desde los años cuarenta hasta hace unos meses- constituyen un interesantísimo testimonio no sólo de la biografía y la evolución ideológica de un intelectual que nunca rehuyó el compromiso ni la acción política, sino de todo un tiempo vivido con especial entrega y pasión: por sus páginas desfilan el México de Rulfo y el macarthismo, el ambiente de los hispanistas y de los exiliados, de los escritores latinoamericanos y españoles (Emilio Prados, Max Aub, Ramón Xirau, Jorge Guillén, Américo Castro, Raimundo Lida, Carlos Fuentes, Octavio Paz, etcétera), la California de los "panteras negras" y de Angela Davis, la lucha de los chicanos, la mediocridad interminable del tardofranquismo, la fragmentación de la izquierda en Euskadi. Blanco, también poeta y, desde hace unos años, narrador, contempla en De mal asiento su vida como parte de una novela colectiva en la que cada cual interpreta papeles distintos. Y lo hace con sabiduría y sin resentimientos (ni siquiera de clase).
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