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Columna
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Urdimbre y trama

Resulta curioso que de esos términos, urdimbre y trama, juntos o por separado y de origen vagamente textil, hayan salido los mejores guiones de la época clásica de Hollywood y las mayores tropelías corruptas de políticos y de cutres personajes dispuestos a autofinanciarse mientras contribuían a engrasar la maquinaria de los partidos políticos de postín. Ahora se cumplen 50 años (siempre hay algún aniversario que llevarse a las teclas) del estreno de Psicosis, el famoso y casi perfecto petardazo de Hitchcock. Se recuerda sobre todo la gran escena de la muerte de Marion en la ducha a manos de un Norman Bates disfrazado de su madre muerta, aunque a veces se olvida que esa tremenda escena está montada mediante el código del cómic violento, y se olvida todavía más a menudo que esa preciosa escena está al servicio de una historia más amplia, deudora tal vez del raro catolicismo de Hitchcock, donde se sugiere que la búsqueda de atajos para acceder a la felicidad te lleva directamente al infierno. También se cumplen 40 años de Chinatown, la majestuosa película de Polanski, donde un aparente enredo clásico de detectives indaga con finura y sin benevolencia en las condiciones de posibilidad de la corrupción clásica y de la pervivencia fatal del síndrome edípico, entre otras cosas. Pero conviene hacer notar que se trata de dos películas que derrochan talento en todos sus fotogramas.

Y ahí querría yo preguntar dónde está el talento, dónde la urdimbre y la trama de sujetos políticos mediocres que aspiran no tanto a figurar en el ranking de Forbes como a pasar unas vacaciones pasables en Mallorca con yate de lujo breve y mansión de filibustero en la costa. Porque lo que se va sabiendo del sumario del caso Gürtel, de la idiosincrasia de los implicados y del ridículo aroma de chiringuito familiar con posibles desprende el suficiente hedor de alcantarilla infecta como para convertir a Harry Lime, el turbio protagonista de El tercer hombre, en una especie de rosa inmaculada apenas salpicada de unas gotitas de purísimo rocío. No es hora de que Francisco Camps se declare consternado por su implicación en el caso y sus consecuencias. Ese argumento se parece demasiado a una torpe disculpa -como todo en Camps- que expresa no tanto su vergüenza por lo ya hecho como la circunstancia de que haya llegado a saberse. En cuanto a Juan Cotino y a algunos de los suyos, es grotesco que actúen como si no supieran que muchas veces el pecado es también delito. Y ahí tienen a Rafael Blasco, auténtico Guerrero del Antifaz, que ha dedicado su vida a no poner ni quitar rey para echar una manita a sus sucesivos señores y de paso extender la suya.

De todo este asunto, y de otros que se sabrán (el de Fabra, por ejemplo) llama la atención su carácter pringoso y el hecho de hallarnos ante una pandilla de furtamantes que ni siquiera aspira a choricear con elegancia. Cualquier carterista lo habría hecho mejor, y además no le habrían pillado.

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