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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
Tribuna
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¿Por quién doblan las campanas?

La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por consiguiente nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti". (John Donne, 1624).

Desde hace un tiempo, las cajas de ahorros están en boca de todos. Primero fue la tan traída y llevada politización y ahora es el tema de su reestructuración, ante el impacto de la crisis que vivimos que ha dejado una profunda huella en estas instituciones que siempre fueron líderes en el crédito hipotecario, el más batido por el "pinchazo" de la tristemente celebre burbuja inmobiliaria. Como suele ocurrir en estas ocasiones no todo es culpa de la crisis; hay que reconocer también en algunos casos fallos importantes de gestión pero, como el tiempo se encargará de demostrar más pronto que tarde, la situación difícil por la que atraviesan algunas cajas de ahorros -unas más que otras- no es muy distinta, como no podía ser de otra manera, de la que parecen ya mostrar otras instituciones bancarias con morosidad creciente y con tasas de concesión de nuevos créditos en declive. En este sentido, la singularidad es sólo relativa.

Esa muerte hoy por hoy anunciada de las cajas de ahorros no sólo afectará a las propias cajas
Lo grave de su desaparición será la pérdida de bienestar social que causará

Sin embargo, esas dificultades circunstanciales y la búsqueda de soluciones no deben llevar a ignorar el factor diferencial que suponen la naturaleza y objetivo de estas instituciones.

Hace ahora 200 años el reverendo Henry Duncan creó en la parroquia de Ruthwell (Escocia) la primera caja de ahorros, un modelo que, con peculiaridades, se adoptaría en España en 1838 con la creación de la Caja de Ahorros de Madrid. Las cajas de ahorros nacieron en todas partes con misiones de destacada solidaridad: evitar la usura, reducir la exclusión financiera del ahorro popular modesto, propiciar el desarrollo de su zona e integrar a las clases más humildes, estimulando y protegiendo su ahorro en el sistema capitalista de mercado, contribuyendo a la estabilidad y a la paz social, complementando así con criterios sociales el poderoso mecanismo de eficiencia de la banca privada. Por eso las cajas no son simplemente bancos sin accionistas, esa es una visión reduccionista de su naturaleza. Son instituciones financieras con una pluralidad de misiones sociales, que no se limitan a la obra social sino que entrañan aspectos relativos a la reducción de la exclusión, a la promoción de los territorios en que operan y la potenciación de la competencia, evitando abusos derivados del poder de mercado, entre otros.

El transcurso del tiempo no parece haber cambiado el fondo de esta situación. Los expertos recuerdan la conveniencia de la biodiversidad en el sector financiero. La sociedad también ha manifestado con reiteración su apuesta por la diversidad institucional que las cajas de ahorros suponen. Una reciente encuesta elaborada por IMOP para FUNCAS nos revela que el 81% de la población española quiere la convivencia de bancos y cajas de ahorros y que más de la mitad de los encuestados se siente satisfecha con la actual naturaleza fundacional de las cajas de ahorros españolas.

La experiencia internacional y particularmente la británica y la italiana, países en que las cajas adquirieron un gran desarrollo y en los que, en la actualidad, han desaparecido, es muy contundente respecto a la pérdida de bienestar social que la desaparición de las cajas ha supuesto. La exclusión financiera se ha intensificado y las condiciones de los mercados se han endurecido. La positiva valoración que la actividad de las cajas de ahorros me merece no está en contradicción con la necesidad, que desde luego admito, de que sean precisos cambios para reducir la sobrecapacidad del sistema, consolidar su solvencia y racionalizar la estructura de sus órganos de gobierno.

Hoy se plantea la necesidad de encontrar vías para dotar a las cajas de ahorros de mayores recursos propios, ante la situación difícil que atraviesa el sector bancario en general y, sobre todo, ante el futuro, para permitir su crecimiento teniendo en cuenta la ampliación de exigencias de recursos propios tanto en cantidad como en calidad, que va a derivarse de lo que ha dado en llamarse Basilea III.

Responder a las exigencias de recursos propios en el futuro puede colocar a las cajas ante una disyuntiva poco halagüeña. Por una parte, mantenerse en el esquema de capitalización tradicional puede ser insuficiente para algunas cajas, lo que obligará a reducir no sólo el crecimiento sino la propia dimensión actual del sector. Es cierto que en la hoja de ruta de las cajas de ahorros no está escrito que deban tener la mitad del sistema bancario pero, si esa proporción cayera con exceso, sería duro de asumir tras la brillante trayectoria de los últimos treinta años. Por otra, los nuevos caminos planteados en este momento para avanzar en la capitalización, creo que amenazan gravemente la identidad de las cajas de ahorros en el futuro. En todo caso el proceso de reestructuración de las cajas habría que abordarlo con extremada cautela.

La generalización de la emisión de cuotas participativas con derechos políticos mas allá de su uso como elemento de control por parte de la autoridad en situaciones extremas de intervención constituye, en mi opinión, la antesala a la conversión de las cajas en sociedades. Es fácil predecir que la secuencia será, en un periodo más o menos corto, pasar de cajas a cajas con cuotas participativas dotadas de derechos políticos, de ahí a bancos que dotan obras sociales con sus beneficios residuales, cada vez menores y de ahí a bancos por acciones. Sería una ruta parecida a la seguida en el caso de Italia, país europeo con las mayores cajas de ahorros que finalmente han quedado sepultadas en el nuevo diseño del sistema bancario que derivó de la denominada Ley Amato de 1990. Inicialmente todo puede tener límites, pero también todos sabemos que nada impide ampliarlos en el futuro.

Por otra parte, el camino de las fusiones que, ab initio, es una vía correcta, podría terminar en algunos casos -ya hay intentos claros de ello- en una suerte de banca-caja regional de naturaleza semipública sometida al estricto uso y control por parte de la correspondiente comunidad autónoma.

El SIP (Sistema Institucional de Protección) en su actual versión aún tiene más clara la conversión en bancos, ya que la entidad aglutinante tiene que serlo por obligación regulatoria. Otra cosa sería que la entidad que encabece la agrupación del SIP tenga naturaleza de caja de ahorros, ya que ello permitiría, sin vulneración de la naturaleza de las cajas, que formen parte del mismo, potenciarse conservando su individualidad formal y tal vez -esto lo tengo menos claro- reducir algo la presión autonómica sobre las cajas.

Cualquiera de estos caminos implica serias amenazas para la supervivencia de las cajas tal como hoy las conocemos. Es en este sentido en el que cabe entender lo que algunos destacan: las cajas españolas pueden ser víctima de su propio éxito. Tal vez sea preferible crecer menos y mantener las características institucionales básicas.

El mensaje central que me gustaría transmitir es que esa muerte hoy por hoy anunciada no será sólo a las propias cajas de ahorros a las que afecte. En última instancia las cajas son un instrumento institucional al servicio de la sociedad; lo grave es la pérdida de bienestar social que su desaparición causará. Por tanto, no es una cuestión de técnica financiera difícilmente comprensible; es un tema que afecta directamente a los beneficiarios de la actividad de las cajas que tienden a coincidir con la población total. Todos perderemos algo si esa desaparición se materializa. Será por la sociedad, y no sólo por las cajas, por quien doblen las campanas.

Victorio Valle es catedrático de Economía Aplicada.

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