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OPINIÓN
Columna
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La novísima corrupción

El 'caso Gürtel' y el 'caso Matas' alimentan el temor a que la corrupción domine nuestra vida pública y deprimen a quienes supusieron -al comienzo de la transición- que las prácticas venales de políticos y altos cargos no eran sino las secuelas de un pasado autoritario. Pero el sistema democrático (no sólo en España sino mucho antes en Estados Unidos y en otros países europeos) paga igualmente elevadas facturas a uno de los oficios más antiguos del mundo: sólo cabe disminuir los daños gracias a los frenos y contrapesos que dificultan los abusos del poder y los enriquecimientos ilícitos a su sombra. No en vano James Madison, uno de los Padres Fundadores de la República americana, recordaba bíblicamente (El Federalista, número LI, 1778) que el gobierno es el mayor reproche a la naturaleza humana: si los hombres fuesen ángeles, el gobierno sería innecesario; y si los ángeles gobernasen, no haría falta controlar sus decisiones.

Los escándalos políticos preocupan a la sociedad española por sus extrañas conexiones con los partidos

Cabría reflexionar, sin embargo, sobre una novísima forma contemporánea de corrupción definida por la enorme publicidad de los escándalos, la creciente invasión de la sociedad por las Administraciones Públicas y la estructura del Estado de partidos posterior a la II Guerra Mundial. La revolución informática y el reforzado alcance de la tutela judicial dan mayor visibilidad a los escándalos. El incremento de la intervención (y del gasto público) estatal multiplica los actos administrativos sobre peticiones ciudadanas cuya adopción discrecional por las autoridades entreabre las puertas a la corrupción; la variedad de los centros de decisión con legitimidad electoral (la Administración Central española comparte competencias con más de 8.000 municipios y 17 comunidades autónomas) aumenta el número de ventanillas potencialmente voraces.

En teoría, la corrupción es bilateral: un íncubo, titular de algún cargo en las administraciones públicas con capacidad de decisión, exige a un súcubo, solicitante de una recalificación, un concurso o una subvención, el previo pago de una suma de dinero negro como contraprestación ilegal para acceder a su petición. Esa relación se hace triangular cuando aparecen intermediarios dispuestos a engrasar las negociaciones entre íncubos y súcubos: la trama Gürtel, donde los buscavidas de marisquería se mezclan con remilgados militantes del PP a título individual, es un buen ejemplo de esa variante.

Pero queda un cuarto invitado, esta vez de carácter institucional, al festín de la corrupción: apremiados por el desbordamiento de los gastos electorales, los partidos también utilizan el procedimiento delictivo de poner venalmente en almoneda el poder político-administrativo que les ha sido confiado por los votantes. La instrucción del Supremo sobre el senador Luis Bárcenas, que el jueves dimitió definitivamente como tesorero del PP y pidió la baja temporal como militante, aclarará si estamos o no -total o parcialmente- ante ese cuarto supuesto.

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