Cuando la sociedad vasca miraba para otro lado
El periodista y escritor Florencio Domínguez, autor de 'Vidas rotas', habla del vacío social que sufrieron las víctimas y del declive de ETA
En un libro sobrecogedor, tres especialistas en el estudio del terrorismo, (Rogelio Alonso, Marcos García Reyes, Florencio Domínguez), han reconstruido la historia de todas y cada una de las víctimas mortales de ETA. Vidas rotas (Espasa), un trabajo de 1.300 páginas, permite comprender el tremendo coste humano y político de los atentados etarras en una sociedad, durante muchos años, amedrentada por los violentos y su entorno. Fruto de una exhaustiva investigación de más de seis años, esta enciclopedia del terror recoge la historia y semblanzas de 857 personas víctimas de ETA a lo largo de medio siglo, y relata las circunstancias en las que fueron asesinadas, los testimonios de sus amigos y familiares, así como la identidad de los responsables y autores de estas muertes y sus condenas.
"Durante años se asoció el final de ETA con un coste de déficit de justicia"
Con Barrionuevo se dignificaron los entierros con cierto recogimiento
"Si la detención de Txeroki no se hubiera dado, ETA se hubiera escindido"
"ETA no es capaz de darle la vuelta a una organización en declive"
Florencio Domínguez, uno de los periodistas mejor informados en el tema etarra, subraya hoy que Vidas rotas, una rigurosa crónica de crímenes políticos - que no fueron sólo números- es la recuperación del elemento humano de cada una de las víctimas, porque en el relato de la historia del terrorismo los medios de comunicación, durante muchos años, han dedicado más atención a los asesinos que a sus víctimas. "Éstas históricamente, siempre, han sido como los personajes secundarios de un drama. Se las había dejado de lado, y por eso nos hemos centrado en ellas con su individualidad y su factor humano".
En su amplio trabajo, que se inicia con la muerte de una niña de 22 meses, Begoña Urroz, alcanzada por una bomba en la estación de Amara de San Sebastián el 27 de junio de 1960, (ETA nunca asumió su autoría), y que se cierra con el asesinato de los guardia civiles, Carlos Sáenz de Tejada y Diego Sálva, en Calviá el 30 de julio de 2009. Los autores del libro han encontrado casos curiosos como el de una persona a la que oficialmente no se había reconocido como víctima, pero que aparecía como tal en los papeles incautados más tarde a ETA, o el de un médico de Bilbao secuestrado por etarras y que después desarrolló un cáncer, y que una sentencia reconoce más tarde que la enfermedad es consecuencia del estrés provocado por el secuestro, y lo incluyen en la lista de víctimas. Tal y como lo hacen con el guardia civil que, deprimido, se suicidó después de un atentado.
En los años llamados "de plomo", que abarcan los últimos años de los 70 y gran parte de la década de los 80, el miedo a ETA reemplaza en el País Vasco el temor a la dictadura franquista, y la sociedad acobardada da la espalda a las víctimas que viven su propia clandestinidad. Se mira a otro lado y es la época de la miserable fórmula del "por algo será" para justificar los asesinatos. "El ser víctima de ETA durante mucho tiempo, no sólo era una tragedia personal, familiar y humana, era también un factor de estigmatización social. Las víctimas quedaban señaladas". Y como ejemplo Domínguez recuerda el caso de una mujer, viuda de un empresario asesinado a principios de los años 80, que ha confesado recientemente que durante más de dos décadas afirmó que su marido había fallecido en un accidente de coche. "No sólo te mataban, sino que la familia además quedaba señalada a los ojos de una buena parte de la sociedad".
De ahí el recuerdo de esos funerales casi clandestinos, cuando las víctimas suponían una incomodidad para el poder político, porque ponían en evidencia que el Estado no era capaz de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, ni siquiera de sus propios funcionarios. Así, muchas veces, los entierros de miembros de las fuerzas de seguridad se celebraron en acuartelamientos a puerta cerrada, hasta la llegada del ministro del Interior José Barrionuevo, cuando ese tipo de ceremonia se dignificó en las iglesias, con cierta solemnidad, cierto recogimiento. "Entonces, se comenzó el reconocimiento político, pero faltaba el reconocimiento social. Y en caso de los civiles era parecido, siendo sus funerales muy privados y casi con ausencia de representación institucional. Las víctimas incomodaban".
Esa ausencia de sensibilidad hacía ellas tardó muchos años en corregirse, y para Domínguez algo tuvo que ver con la idea de la resolución del problema de la violencia, es decir, cuando se pensaba que el tema de ETA tenía que acabar con una negociación y se daba por supuesto que el precio sería la justicia. Poner en el centro a las víctimas entraba en contradicción con la idea de que algún día había que sacrificar su derecho a la justicia para acabar con el terrorismo, porque habría amnistía, indulto, excarcelaciones. "Durante mucho tiempo se tuvo la idea de que el final de ETA estaba asociado a un coste de déficit de justicia. Esa actitud social generalizada era la que hacía que las víctimas fueran un factor incomodo para el Gobierno y para la sociedad. Para el Gobierno porque pensaba que al final lo arreglaría con paz por presos. Para la sociedad, en la medida en que con ese esquema se debilitaba el reconocimiento de las víctimas.
A partir de 1998, con la primera Ley de Reconocimiento de las Víctimas, y la nueva sensibilidad de los medios de comunicación muy influenciados por el tratamiento de las víctimas del 11-S, se interioriza que a los asesinados por ETA se les debe un reconocimiento político por el sufrimiento y la falta de atención durante los años difíciles".
Años en los que muchos familiares de víctimas abandonaron Euskadi por el aislamiento social que padecieron, y que como dijo Cristina Cuesta, hija de Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en San Sebastián, asesinado por ETA en 1982, porque "era como haber sido víctima de una violación y estar viendo manifestaciones a favor de los violadores todo el rato". Y éso se revivía cada día, en cada familia, en cada viuda que salía a la calle y se encontraba debajo de su casa con una pintada de ETA o con una manifestación de Batasuna, mientras la sociedad vasca, en gran parte acobardada, evitaba pronunciarse, miraba hacia otro lado, o cuando desde sectores nacionalistas se intentaba imponer el discurso ambivalente.
"Evidentemente uno de los grande éxitos de ETA es haber implantado durante décadas un miedo muy extendido en la sociedad vasca. Miedo a ser posible objetivo potencial de ETA, pero miedo fundamentalmente a ser señalado con el dedo por el entorno social que complementaba la tarea de intimidación de ETA, y de su entorno político que tenía y tiene capacidad de intimidar en los barrios, en los pueblos, y en los Ayuntamientos, y lo hace por delegación. El señalamiento con el dedo por parte de esa gente ya es una amenaza".
Sin embargo, a partir de la ruptura de la tregua parece que comienza a remitir esa presión y se inicia el declive de ETA. Un declive que para Domínguez tiene su origen años antes, cuando ETA empieza a ser consciente de que no está dando todo lo que quiere dar de sí. Y eso se refleja en el debate interno y se piensa que la solución es hacer una reestructuración de ETA y seguir adelante. Es lo que acuerdan en 2003. Pero eso no funciona y de eso son conscientes los responsables a raíz de la ruptura de la siguiente tregua. Piensan que van a salir con la fuerza que tenían en 2000 y que pueden actuar como entonces (23 muertos) de forma demoledora y con gran capacidad. Sin embargo, se encuentran con que en este caso las fuerzas de seguridad les mantienen a raya, y no son ni la sombra de lo que esperaban ser. Ahí empieza el declive y eso se junta con tensiones internas muy fuertes entre sectores que luchan por el poder. Se adentran en años de tensiones, porque a finales de 2004 se produce un grave conflicto dentro del aparato militar donde algunos "capitanes" creen que no se está atentando todo lo que se puede. Son los Txerokis, los Carrera, que provocan entonces casi una insurrección y se les monta un consejo de guerra interno. El más fuerte no es Garikoitz Aspiazu, (Txeroki), es Mikel Carrera Sarobe (Ata). Para los duros la respuesta al Estado es insuficiente y ETA no está a la altura. La bronca la arreglan momentáneamente, pero el conflicto vuelve a surgir cuatro años más tarde en 2007, y con los mismos protagonistas. ETA está virtualmente dividida en 2008. De los cinco miembros de la dirección de ETA, dos expulsan a tres, y tres expulsan a dos".
"ETA después de la tregua padece unas crisis internas impresionantes, que no han tenido trascendencia pública más que a posteriori, y no se ha roto por la suerte de un golpe policial que se llevó a toda una fracción y dejó con las manos libres a otra. Sin la detención de Txeroki, se hubiera producido una escisión y ahora tendríamos a dos organizaciones terroristas. Y eso no se ha dado por casualidad, pero el grado de beligerancia, de conflictividad interna, y de crisis es importantísimo. No había un conflicto de esta naturaleza en ETA desde los años 70. Los que en 2004 eran capitanes que querían hacer la revolución en ETA, y dar más "caña", se han encontrado al frente de la organización en 2008 y han descubierto que siguen siendo igual de fracasados que los anteriores; que no son capaces de darle la vuelta a una organización en declive; que ETA está, como dice uno de sus análisis de debate, "después de la guerra interna, en una situación de debilidad estructural".
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