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Columna
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Maquinaria para encubrir

En junio del año 2002, la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, reunida en Dallas, encargó al John Jay College of Criminal Justice, adscrito a la City University de Nueva York, un estudio exhaustivo sobre los casos de pedofilia que sacerdotes y miembros de las distintas órdenes religiosas hubieran cometido entre 1950 y 2002. El informe constata 4.392 casos de un total de 109.000 eclesiásticos, de los que poco más de un centenar han sido condenados por los tribunales: muchos habían muerto o sus delitos habían prescrito, pero también una buena parte se libró por los acuerdos con las víctimas a los que llegó la Iglesia norteamericana para que, guardando silencio, no se querellasen. Al parecer, la operación ha costado 2.300 millones de dólares.

Es cuestionable que, como insiste la jerarquía, la pedofilia nada tenga que ver con el celibato

El número de delitos pedófilos perpetrados por eclesiásticos, que en los últimos años se han conocido en la Iglesia católica de Irlanda, Alemania, Austria, probablemente al final no se diferencie mucho del de Estados Unidos. En todo caso, al ser la pedofilia un delito con un índice muy bajo de esclarecimiento, es muy difícil comparar estas cifras con las de otros países, instituciones o grupos sociales. Pedófilos se encuentran por doquier y en todas las profesiones; actúan sobre todo en el estrecho ámbito familiar.

En ningún caso es una peculiaridad exclusiva de la Iglesia católica, pero ya es más cuestionable que, como insiste la jerarquía, nada tenga que ver con el celibato. Cierto que muchos, siguiendo la senda de Jesús, subliman la sexualidad en el amor al prójimo, pero tampoco se puede descartar que el sacerdocio no atraiga a personas con una sexualidad complicada, desde la homosexualidad a la falta de interés sexual, pasando por las muy variadas formas de comportamiento sexual.

Junto al enorme descenso de vocaciones religiosas, que en buena parte se debe a las mejores posibilidades de empleo y de ascenso social que hoy ofrece la sociedad, el desfase entre la actitud eclesiástica tradicional ante la sexualidad, que en la España de Franco todavía sufrimos las personas de mi edad, y la más abierta y comprensiva de nuestro tiempo, hará inevitable que, más bien antes que después, la Iglesia termine por admitir un celibato opcional.

Pero la irritación no proviene tanto de lo ocurrido, por grave que haya podido ser, como por el sistemático encubrimiento de los delincuentes por parte de la jerarquía. En el año 2000 el abate René Bissey fue condenado en Francia a 18 años de cárcel por contactos sexuales con 11 niños, pero al año siguiente, los tribunales por vez primera condenaron a un obispo, Pierre Pican, por encubrimiento de gravísimos delitos.

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No hay institución que se libre de delincuentes, pero el escándalo mayúsculo al que hoy se enfrenta la Iglesia es que los obispos -protegidos, cuando no obligados por el Vaticano- han practicado sistemáticamente una política de encubrimiento en los casos de pedofilia que llegaban a su conocimiento, sin denunciar nunca tan graves delitos a la fiscalía.

Aquí radica el meollo de un asunto, que hoy indigna a muchos que no encuentran explicación para tal conducta.

La Iglesia católica se ha considerado por siglos una sociedad perfecta en el mismo sentido en que lo sería el Estado. Tenía un derecho, el canónico, y una jurisdicción propia, para juzgar a todos los fieles (podía incluso excomulgar al que detentase el poder, librando a los súbditos del deber de obediencia), pero en especial se sentía la única que podía juzgar, evitando cualquier forma de escándalo, los delitos de los que hubieran elegido la carrera eclesiástica. Los que dedican su vida al servicio de la Iglesia han de ser especialmente protegidos, garantizando su subsistencia material y su impunidad frente al Estado.

Evidentemente, esto no podía funcionar en un Estado secularizado, habiendo sido fuente de continuos choques a lo largo de los dos últimos siglos. Todavía hoy en España la Iglesia recurre a su interpretación del derecho natural para cuestionar leyes que el Parlamento ha votado democráticamente. En 1962 el Concilio Vaticano II puso término a considerar a la Iglesia un poder equivalente al del Estado, pero hasta 2002 no ha reconocido explícitamente la jurisdicción del Estado para juzgar todos los delitos que cometa cualquier ciudadano, incluidos los eclesiásticos.

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