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Reportaje:

Autocensura o fuera de China

Google encontró la tercera vía en el traslado de su sede a Hong Kong

Cuando Google descubrió en diciembre un gran ataque procedente de China contra sus servidores, en la empresa se abrió un acalorado debate entre dos facciones. La parte empresarial, con el consejero delegado, Eric Schmidt, a la cabeza, insistía en que era mejor no perder la oportunidad de hacer negocios en un mercado con 400 millones de internautas. Era mejor algo de censura que dejar vía libre a Microsoft y Yahoo. Había alguien en la empresa a quien esa visión empresarial le enervaba. Era uno de los dos fundadores de Google, Sergey Brin, de 36 años, nacido en la Unión Soviética y huido a Estados Unidos cuando tenía seis años. Brin, según le describió la revista The Economist en 2008, es un "ilustrado", alguien que cree que el conocimiento hace al hombre libre y a quien le disgustaba profundamente una censura que le recordaba a su régimen natal.

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La división entre esos dos bandos era obvia desde que Google lanzó su buscador en chino en 2006. En una visita a Washington, en junio de aquel año, Brin dijo que aún pasaba por su mente dar marcha atrás y salir de aquel mercado. Una semana antes, Schmidt había dicho lo contrario en una conversación con inversores: "No hay razón por la que debiéramos segregar al consumidor chino del resto de consumidores... las cosas no suceden en un mes o dos, ni siquiera en China".

La tensión de Google en China se hizo insoportable no un mes sino cuatro años después. El pasado 12 de enero, el vicepresidente ejecutivo David Drummond publicó una entrada en el blog corporativo en la que desveló un ciberataque procedente de China y anunció que Google había decidido dejar de autocensurarse. "Admitimos que esto puede implicar tener que desconectar Google.cn y, posiblemente, cerrar nuestras oficinas en China", añadió.

Días antes, el propio Drummond había contactado con la estudiante y activista tibetana Tenzin Seldon para notificarle que su cuenta de correo de Gmail había sido pirateada desde China. Se llevó su portátil para analizar si estaba infectado de algún virus. Según ella misma confirmó a este periódico, Drummond no encontró ningún troyano. "Entraron en mi cuenta de otro modo. No nos explicaron cómo", dijo.

Para los activistas a favor de los derechos humanos, ésa es moneda corriente. Durante los Juegos Olímpicos de Pekín, grupos de hackers nacionalistas asaltaron sus correos y secuestraron sus páginas personales. Con vistas a esos Juegos, 2008 Pekín pareció bajar la guardia. Pero todo se quedó en un conato. Las restricciones a la libertad de expresión quedaron en pie tras los Juegos.

En enero, Pekín acusó a Google de difundir contenidos "vulgares y pornográficos". En marzo bloqueó YouTube. En junio desmanteló momentáneamente el buscador. Como colofón, en septiembre, el máximo representante de la empresa en China, Kai Fu Lee, abandonó su puesto de forma inesperada y dejando entrever que estaba harto de ser un mero intermediario entre California y Pekín. Había sido un año duro, que coronó el ciberataque.

"Lo importante es la totalidad de circunstancias que se sucedieron a lo largo del año pasado" y que ese ataque, redirigido a través de unos servidores en Taiwan, "tenía como cometido principal acceder a las cuentas de Gmail de activistas a favor de los derechos humanos, dentro y fuera de China", según explicó recientemente el director de políticas públicas de la empresa, Alan Davidson, en el Congreso.

Varios ejecutivos de Google se reunieron con oficiales del Gobierno comunista en dos ocasiones, en enero y febrero. Los funcionarios les explicaron "paciente y laboriosamente", según la agencia Xinhua, que un prerrequisito irrenunciable para hacer negocios allí era censurarse y que así constaba en su licencia de negocios. "El Gobierno chino nos dejó diametralmente claro en las conversaciones que la autocensura es un requerimiento legal no negociable", dijo Drummond.

En principio, debía ser todo o nada: o censurarse o irse de China. La abogada y vicepresidenta de Google, Nicole Wong, acudió en dos ocasiones, también en marzo, al Congreso de EE UU a rendir cuentas. En ambas aclaró que la empresa estaba buscando cómo dejar de censurar sin tener que cerrar. En el Senado, dijo: "Tenemos a mucha gente trabajando en nuestras oficinas en China, muchos son conocidos míos. A ellos esto también les afecta".

Al final, Google encontró una solución intermedia. Brin impuso su visión. Se acabó con la censura, trasladando el buscador en chino simplificado a los servidores de Hong Kong. Las oficinas en China siguen abiertas y, de momento, sus 600 empleados siguen trabajando. La única diferencia es que quien ahora administra la censura es el Gobierno chino, no la empresa estadounidense.

La bandera china ondea ante las oficinas centrales de Google en Pekín
La bandera china ondea ante las oficinas centrales de Google en PekínAP

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