Por ofrendar que no se quede
No detesto los fastos de esta ciudad tanto como el escritor Thomas Bernhard los de Viena, entre otras cosas porque para escribir sobre ello hay que disponer de un talento que por el momento (y ya no son horas) no me asiste. Pero como valenciano que no se siente representado por Francisco Camps, ni tampoco, por supuesto, por Rita Barberá, por no citar ahora al señor Rus, quiero decir que me parece asombroso que nadie haya reparado todavía, que yo sepa, en el extraordinario parecido facial entre la maredeueta de la plaza de la Virgen a la que sepultan literalmente en flores en los días de la ofrenda fallera y la actriz norteamericana Cher, esa que lleva más afeites encima que un toro destinado a ser masacrado por José Tomás. Ya supongo que afirmar esto no es político ni correcto, pero no por ello, me parece, resulta imbécil. Hay una cierta estética valenciana, que se prolonga en la ofensiva cursilería de muchos monumentos falleros, pero también en ese niño que lleva la Virgen en brazos y que siempre parece mirar hacia otro lado, no se sabe si por designio del artista o por vergüenza torera ante lo que tiene que contemplar año tras año en cuanto media el mes de marzo. Muchas veces he pensado que el estupor es el mío, pero se trata de una ilusión proyectiva, sin duda, ya que el supuesto niño mira las cosas desde más arriba y desde una perspectiva más amplia que la nuestra. Suerte que tiene de no alcanzar a ver del todo ciertas cosas que ocurren más a ras de tierra, en ese despliegue de cursilería que quiere homenajear tanto al niño como a su cinematográfica -y geganta, por cierto- madre.
En cualquier caso, mucha devoción mariana debe subsistir en una ciudad en la que miles de ciudadanos colapsan las calles hasta llegar al centro urbano, provistos de ramos de flores que entregarán a los encargados del asunto una vez alcanzada, no sin grandes agobios, la plaza de la Virgen. Más bien de ciudadanas, que son las que más se visten de falleras, acompañadas de falleros que no pintan mucho porque no son portadores de los bonitos ramos de flores (se ve que es cosa femenina) y de los músicos que se ponen como místicos cuando enfilan la calle de la Paz y algo más estupendos cuando salen del terreno sagrado, que es cuando entonan aquello tan bonito del "maricón el que no bote", que también es lo suyo, mientras la pobre Virgen que se parece a Cher sigue imperturbable y en silencio inmóvil recibiendo las banderillas de flores indoloras. Diré, si me dejan, que siempre me ha horrorizado esa impostura de la seriedad de la llantina en las emociones superpuestas, porque un segundo después del paso por la poco majestuosa plaza todo el mundo se regocija en un pobre alarde de frenesí festivo que debe más al paganismo hortera que a una religiosidad minutada en su pintoresco desarrollo. Es como si hubieran salido de una obligación insensata para entregarse a otra no menos tétrica.
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