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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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El 'blues' no me deja vivir, 'babe'

Manuel Rodríguez Rivero

Celebro que vayan remitiendo los adversos meteoros que habían transformado Madrid en un remedo zarzuelero de Los Ángeles de Blade Runner (con la ultra taurina Esperanza Aguirre sustituyendo a Daryl Hannah en el papel de Pris, una replicante nexus-6 con nivel mental B), enfrascado en la lectura de Palabra de cine, de José Luis Borau (Península), mientras escucho a través de mi neolítico reproductor de deuvedés una recopilación de blues (electrificados) de Muddy Waters (1913-1983). Disfruto con la larga nómina de expresiones tomadas del séptimo arte con las que hemos ido salpicando no sólo nuestro lenguaje cotidiano, sino también el de los medios, el de la novela, el de la poesía, el de la crítica. Me entero, de paso, de la impropiedad de algunas frases hechas, como "gastas menos que Tarzán en corbatas" (de hecho la criatura de Edgar Rice Burroughs lucía una en Tarzán en Nueva York), o constato la dudosa pertinencia de otras que usé profusamente en mi adolescencia, como "la cagaste, Burt Lancaster" o "corres menos que el caballo del malo". En cuanto a Muddy Waters, leo en Blues, la música del Delta del Mississippi (Turner), de Ted Gioia, que "ningún otro cantante había cantado sobre sí mismo con tanta vehemencia y con tanta satisfacción por lo que uno es". Como Walt Whitman, Muddy Waters -cuyo nombre de nacimiento, McKinley Morganfield, parece más apropiado para un magnate del ferrocarril de California- no paró de celebrarse y cantarse a sí mismo, aunque también demostró una singular sensibilidad para reflejar las penas y las alegrías de los suyos. El libro de Gioia, un necesario complemento de su imprescindible Historia del Jazz (publicada por Turner en 2002), traza, sin olvidar la anécdota ni el dato biográfico, un completísimo recorrido por los orígenes y la evolución de la música popular más influyente (también en el rock, de Presley a Clapton y más allá) del siglo XX, analizando no sólo técnicas y estilos, sino también contextos e influencias. Si les gusta el blues no se lo pierdan: es con mucho lo mejor que se ha publicado en España desde la inencontrable Historia del Blues, de Paul Oliver (Nostromo, 1976).

Herejes

Algunos cronistas refieren que durante el Concilio de Constanza (1414-1418) más de setecientas putas acudieron de toda Alemania para aliviar las urgencias de los máximos representantes de la Iglesia de Cristo, ocupados el resto de su tiempo en reparar los estragos del Gran Cisma (véase la apasionante historia del papado Los guardianes de las llaves del cielo, de Roger Collins, Ariel) y en condenar las ideas del hereje Wyclif y de su influyente discípulo Hus (a quien, por cierto, mandaron asar en la hoguera pública). Parece ser que el recuerdo del escándalo provocado por aquel tomate sexual-eclesiástico tuvo mucho que ver en la definitiva instauración del celibato en el orden sacerdotal, lo que ocurrió (eclosión protestante de por medio) en el Concilio de Trento (1545-1563). Me temo que a lo largo de la historia (incluyendo la larguísima parte de la que no tenemos memoria escrita) el sexo ha sido una pasión bastante más poderosa que el deseo de consagrarse a Dios. Los protestantes, conscientes de lo difícil que resulta obviar las violentas exigencias centradas partibus pundendis, decidieron ignorar la reflexión de San Pablo (1 Corintios) según la cual el soltero tenía menos distracciones que el casado para ocuparse de las cosas del Señor, y permitieron, al contrario que su competencia directa, que sus pastores eligieran estado. Otros, como la secta cristiana de los skoptsy (Dostoievski menciona en El idiota a uno de ellos, propietario de una casa de cambio), prefirieron cortar por lo sano y optaron por castrarse, lo que no deja de resultar una solución un poco gore. A pesar de las crecientes y cada vez más extendidas demandas contra abusos pedófilos llevados a cabo por sacerdotes católicos, no crean que yo me inclinaría por una medida tan radical. Pero sí pienso que a los curas se les debiera liberar del celibato obligatorio y compulsivo: así serían menos las tentaciones rijosas en el confesionario o en las aulas. Bueno, es una simple sugerencia que elevo a la jerarquía católica española sin pretender molestar demasiado, sabedor de que esta temporada está muy ocupada en procurar que no se difunda (más) el libro Jesús; aproximación histórica (PPC, Grupo SM, 9 ediciones vendidas), de Juan Antonio Pagola, que no es precisamente un nuevo Hus (aunque hay quien lo considera una especie de Arrio negador de la divinidad de Cristo). A lo que parece, eso sí que es un peligro, y no lo de los niños tocados y abusados.

Adolescentes

Queridos padres o abuelos: ¿permanece a menudo su hijo/a, o nieto/a adolescente encerrado en su cuarto, con la música del mp o del iPod a todo volumen, mientras por debajo de la puerta se expande por toda la casa un humo dulzón e intenso que, como gaseosa y lejanísima magdalena proustiana, les trae a la memoria la edad (entonces algo superior: el tiempo se acelera) en que ustedes se reunían con contemporáneos para escuchar la música que les gustaba (desde, pongamos, King Crimson o Pink Floyd hasta Guns N'Roses o Clash)? ¿A sus hijos les salen sin parar repulsivos granos y espinillas, duermen como plantígrados hibernantes, se enamoran compulsivamente en el resto de su tiempo libre y cultivan en casa un silencio desdeñoso que sólo hacen añicos para mofarse ferozmente de las opiniones y requerimientos de sus mayores (ustedes)? ¿Les asombran sus repentinos cambios de humor, la facilidad con que sostienen una cosa e, inmediatamente, la contraria (incluyendo risas y llantos), la vehemencia de obsesiones y gustos (ropa, música, comida, amigos) que mañana serán arrumbados para siempre? ¿Les angustia que esos insufribles vástagos, ahora desconocidos e infestados por el insidioso virus de la adolescencia, se conviertan en unos tarambanas estúpidos y -lo que es peor- incapaces de "salir adelante"? ¿Contemplan con espanto la posibilidad de que sigan viviendo a su costa más allá de la edad en la que ustedes los engendraron? No sufran más. Encuentren explicación (aunque no remedio) a sus zozobras en un auténtico manual que lo aclara casi todo: Adolescentes, una historia natural (Duomo), un vademécum en el que David Bainbridge, profesor de anatomía y clínica veterinaria (ojo: he escrito veterinaria) en Cambridge sostiene que la adolescencia es el gran momento en la vida de todos los animales superiores, la erupción del volcán interno que dará paso al esplendor (es un decir) de la madurez. La adolescencia, argumenta Bainbridge (un darwinista con cierta tendencia a verlo todo bajo tal prisma), no es un invento "cultural" moderno, sino un fenómeno biológico presente en el reino animal. Nosotros -ustedes y yo- también fuimos igualmente odiosos, insoportables y creativos. Entérense de por qué. Y, mientras tanto, tómense un lexatín de vez en cuando: no hay mal que cien años dure.

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