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Columna
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Nuevos tiempos, nuevos himnos

Ahora que John Cobra lo invade todo, después de que la Karmele que no se marcha lo dejara inundado, de que los éxitos músicales duren menos que un estribillo del difunto Luis Aguilé, no puedo reprimirme (ya hubo tiempo para eso en aquellos tiempos) y proclamar a los cuatro vientos que el suceso musical de la década en España ha sido el himno del Sevilla compuesto por El Arrebato, del que las malas lenguas amigas me dicen que en el fondo es un bético arrepentido. Que a un cantante le pidan en cada actuación (como decía Manzanita, y ya nadie lo dice) que interprete el himno del Sevilla, ya sea en Gijón, en Santander, en Andorra (donde no se si ha estado), en Bilbao o en los campos de Níjar, es que ha hecho algo grande. En la España plural, que un himno concreto, ceñido a los acólitos y feligreses, traspase fronteras debe de tener un mérito incalculable.

Y pensando en El Arrebato, así sin más ni mas, bueno, sí, al hilo de la participación de César Cadaval en una chirigota de Cádiz parodiando el himno del Sevilla, pues pensando y pensando he llegado a la conclusión de que había que hacer una pronfunda revolución en los himnos nacionales y locales y adecuarse a los nuevos tiempos. O quizás simplemente elevar a la categoría oficial lo que es cotidiano. A saber: Asturias, del poeta andaluz Pedro Garfias, musicalizado por Víctor Manuel, es de hecho el himno real de Asturias (envidia tengo de ese poema tan redondo). Polvo, viento, niebla y sol, de Labordeta, es el himno social de Aragón (si acaso sólo disputado por Somos, del mismo autor, o Los de Zaragoza, Huesca y Teruel, de La Bullonera). Sevilla, de Arturo Pareja Obregón, podía ser el himno de Sevilla, como La flor de Alejandría, de Javier Ruibal, podía ser el himno de Granada.

Me viene todo esto a la cabeza porque los himnos son como el estanque incendiado de los espíritus indentitarios. Los himnos incendian y los poemas subliman. Nadie llorará jamás con el Gora ta gora, pero un sevidor ha visto llorar con el Oi ama Euskal Herri de Benito Lertxundi y no me negarán que L'Estaca de Lluis Llach es el himno sentimental catalán por mucho respeto que le tenga a Els segadors.

Propongo un aggiornamento para devolver la sensibilidad a la música y no alejarla, como ocurre en todos los himnos oficiales del chin pum chin pum. Sigamos el ejemplo de El Arrebato o el de Los Cantores de Hispalis con el Betis. Y, llegando más arriba, apoyemos que España, camisa blanca de Blas de Otero (otra vez Víctor Manuel y la voz de Ana Belén) sea el himno oficial de este país. Para Europa propongo Ne me quitte pas, de Jacques Brel, que para eso era belga. Y para el mundo, ¿cual si no?: Imagine, de John Lennon. Y para la inmigración Caruso, de Lucio Dalla, una canción que hay que escuchar al lado de una italiana.

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