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Columna
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Europa

No sé si se acuerdan. Fue en el verano de 1995, a mediados de julio. Hacía calor, chiringuitos de verano, cerveza helada, música al aire libre, unas vacaciones como otras, si no fuera por la radio y los periódicos del día siguiente, claro. Así nos enteramos todos de la peor matanza cometida en suelo europeo desde el final de la II Guerra Mundial. Srebrenica. Un enclave de 40.000 habitantes de mayoría musulmana que se hallaba bajo la protección de Naciones Unidas a cargo de cascos azules holandeses. La madrugada del día 11, la ciudad fue tomada por el general serbio Mladic sin que las tropas encargadas de protegerla hicieran nada por evitarlo. Esa noche Mladic citó al jefe del batallón holandés, coronel Thomas Karremans, en un hotel desvencijado y los soldados serbios degollaron un cerdo en su presencia como advertencia. El teatro del horror funcionó.

Parte de los habitantes de Srebrenica, unos 25.000, mujeres, ancianos y niños, se refugiaron en la antigua fábrica que servía de cuartel al batallón holandés. Allí se presentó al día siguiente el general Mladic acompañado de cámaras de la televisión serbobosnia, repartiendo chocolatinas entre los niños y prometiendo a los civiles que serían evacuados en autobuses a una zona segura. Después, con los focos apagados, ordenó la separación de los varones. Lo demás ya lo saben. Más de 8.000 muertos. Srebrenica.

Algunos años después, ya en la posguerra, recorrí en coche esa parte del infierno de Bosnia-Herzegovina con un amigo periodista y todavía olía a campos de maíz quemados, a controles bajo la lluvia, a fosas comunes y gente degollada por auténticos pit-bulls asesinos como Mladic, en paradero desconocido, como el monstruo de Grbavica, recién detenido en Altea, o como Karadzic, acusado de genocidio y cuyo juicio tiene lugar estos días en el tribunal de la Haya.

Un nuevo desafío para una justicia que siempre llega tarde y no alcanza para explicarnos a nosotros mismos lo ocurrido: el tiro en la nuca, la cara de esa cría asustada en un autobús que ustedes pudieron ver igual que yo en la televisión, la abyecta cobardía de los holandeses ante los carniceros serbios.

Srebrenica fue un fracaso nuestro. De Europa, de Naciones Unidas y de su Consejo de Seguridad, que declaró zonas seguras enclaves bosnios que no supo ni pudo defender. Fallamos a la población civil, que creyó que estábamos allí para protegerla. Cuando Karremans pidió por enésima vez apoyo aéreo el día de la caída de Srebrenica, Unprofor le respondió que su petición no cumplía con el procedimiento reglamentario. Seguramente le faltaba algún sello. Europa. Conviene no olvidarlo por si en algún momento nos creemos moralmente superiores. Eso es todo.

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