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Columna
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El cielo en la boca

Hay comidas que permanecen en la memoria junto a nuestra mejor colección de veranos, besos y canciones. Aromas, texturas y sabores perdidos que el recuerdo aún evoca perfectamente, platos de abuelas, madres o niñeras aliñados con sabiduría y cariño. El tiempo ha ido cerrando los restaurantes y chiringuitos que marcaron nuestro gusto, pero su gran felonía ha sido separarnos de algunos seres queridos, de la presencia de sus cuerpos y de la onda expansiva de su amor, de esa atmósfera de felicidad irradiada en sus palabras, sus caricias y muchas veces sus guisos.

Hoy crecer te condena a una progresiva soledad, a la alopecia y la mala comida. La calidad de la alimentación se desploma en cuanto nos independizamos. Mientras que nuestros padres sustituyeron la gastronomía de sus madres por la de sus esposas, quienes aprendieron de sus progenitoras las artes culinarias con mayor o menor puntería, la mayor parte de los treintañeros y treintañeras nos hemos emparejado con un alguien tan nulo o calamitoso en los fogones como nosotros mismos. Muchas chicas han optado por romper con la tradición gastronómica de sus madres apostando por una desaborida liberación feminista y arrastrando con ellas a sus novios o maridos (quienes rarísima vez se interesaron por los sofritos y el punto de nieve) a un páramo estomacal. Pero, contra todo pronóstico, gran parte de los hombres estamos empezando a trastear con las ollas, las sartenes y la Thermomix, a mirar recetas en YouTube o, incluso, a apuntarnos a cursos de cocina los sábados por la mañana.

Por el ritmo acelerado y la escuálida economía, los madrileños olvidamos el placer de la comida

No pretendemos rescatar los sabores perdidos (tarea imposible), sino crear un nuevo universo sensorial. Nuestra ventaja es que somos una generación con el cielo de la boca abierto a nuevas experiencias, hemos crecido saboreando big macs, chop suey, kebabs y sushi. Hoy, con frecuencia, intercambiamos las direcciones de los locales donde hemos descubierto recetas especiales, lugares a los que volver como al refugio de un viejo placer perdido.

Algunos fines de semana regresamos al hogar familiar a reencontrarnos no sólo con nuestros mayores, sino con esa parte querida de la infancia servida en plato hondo. Sin embargo, la mayoría de los días no sólo comemos lejos de la mejor cocinera del mundo con nuestro segundo apellido, sino de nuestra propia casa. El 50% de los madrileños entre 31 y 45 años almuerza a mediodía fuera de su domicilio, una proporción en aumento a pesar de la crisis. Más de la mitad de los habitantes de la capital se sienta a la mesa de un restaurante y el resto suele quitarse el hambre en el comedor de la empresa o recalentándose los macarrones de tupper en el microondas del trabajo.

Ante este panorama es lógico cuestionarse: ¿Qué calidad de alimentos estamos consumiendo? ¿Qué clase de equilibrio dietético llevamos? Pero existe otra pregunta: ¿Estamos renunciando a disfrutar comiendo? La obsesión por adelgazar, la escasez de tiempo y el cansancio nos empujan a cenar poco o, en cualquier caso, rápido y frugalmente. Excepto algún fin de semana de encuentro con amigos o aniversario, las noches tampoco ofrecen un manjar.

Sin darnos cuenta, por el ritmo acelerado y la escuálida economía del momento, los madrileños estamos olvidando el placer de la comida. Durante la semana vemos a los jefes salir a restaurantes, mientras nosotros hacemos cola en el comedor subvencionado de la empresa. Y si nos escapamos de la oficina nos encontramos, la mayor parte de las veces, con menús de ensaladas oxidadas y pálidas pechugas. Las antiguas tascas familiares van siendo suplantadas por bares con floreritos de plástico. Es cierto que no es el mejor momento para el dispendio, pero la buena comida es, en realidad, uno de los grandes antídotos contra el malhumor.

Se trata de complacerse comiendo, de conservar el deleite del paladar como un viejo gozo de la niñez, aunque sin obsesionarse, no como ese tipo que planificó sus vacaciones para llegar a tiempo a un restaurante en Roma que cerraba en agosto, que se desvió 50 kilómetros de su viaje a San Sebastián para tomar unas patatas bravas en Aranda de Duero y que, víctima de un absurdo antojo nocturno, dio vueltas durante una hora y media por Madrid en busca de un Filadelfia cheesesteak. Un mal ejemplo. Ustedes también le conocen, al menos de vista. Tiene una foto sobre estas líneas.

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