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OPINIÓN | LA COLUMNA
Columna
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Pedestal para el juez

Como no teníamos bastante con la crisis económica y la desorientación política que afligen desde su comienzo a esta legislatura, las altas instancias judiciales han decidido entrar también en escena. En el centro de la nueva gresca, viejos conocidos: la magistrada Robles, el magistrado Garzón, los sindicatos vergonzantes de la carrera judicial, el Consejo, el Supremo, la Audiencia Nacional, y menos mal que por ahora la sangre no llega al río del Constitucional.

Todo comenzó con la trama narrativa urdida por Garzón para sentar en el banquillo a los culpables de un delito de insurrección militar contra los Altos Organismos de la Nación y todo debió haber concluido con el recurso de interpelación presentado por el fiscal de la Audiencia Nacional. No era posible procesar a los sublevados porque, como reconocía el auto de Garzón, todos y cada uno de los 35 mencionados en su lista estaban notoriamente muertos [ah, si hubieran estado vivos: ningún juez, ningún fiscal ha manifestado la necesidad de procesar a los culpables de la rebelión militar de 1936 hasta bien pasados 30 años de sus muertes]; ni cabía identificar a personas asesinadas hace seis décadas con el tipo penal de "detención ilegal sin dar paradero de la víctima". Así lo entendió el mismo juez instructor sin más demora que la necesaria para ordenar determinadas diligencias a su mayor gloria y declararse no competente.

De manera que sólo metafóricamente puede decirse que Garzón es el primer juez que se ha atrevido en España a perseguir judicialmente los crímenes del franquismo. De lo que se trataba era de abrir un sumario contra los jerarcas del régimen que habían sido titulares de los ministerios militares, de Gobernación y de Justicia, o responsables de la estructura paramilitar de Falange. Para iniciar un procedimiento contra ese grupo, Garzón se basaba en las investigaciones sobre los crímenes del franquismo -realizadas, éstas sí, por decenas de historiadores que desde los años 80 vienen publicando listas de miles de asesinados- aunque sabía perfectamente que nunca entraría en la investigación de los crímenes vinculados a la sublevación militar por la sencilla razón de que el sumario habría de paralizarse en el mismo momento en que recibiera los certificados de defunción de los 35 muertos notorios.

El sumario se paralizó, pues, no porque la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional esté formada por un hatajo de jueces herederos del franquismo o enfermos de amnesia, esa pócima letal que nos hartamos de beber desde 1976 hasta el día de hoy; o porque nadie en la carrera judicial, excepto Garzón, se atreve a procesar a los culpables de aquellos delitos. El sumario se paralizó porque era imposible mantenerlo abierto sobre el artificio de que los asesinatos fueron desapariciones forzadas con detención ilegal permanente en una acción coordinada y dirigida por las Juntas Militares y los gobiernos desde 1936 a 1951. Que todo esto era un dislate procesal quedó claro en el recurso del fiscal Zaragoza y en la cuestión de incompetencia resuelta por la Sala de lo Penal.

¿Por qué entonces esta especie de saña vengadora que se ha acumulado sobre la cabeza de Garzón? La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo da curso a unas querellas que debió haber desestimado de un simple manotazo; el instructor del Supremo, Luciano Varela, no satisfecho con rebatir el relato de Garzón, lo acusa de prevaricación sin ninguna evidencia de que haya cometido injusticia alguna durante el tiempo en que el sumario permaneció abierto. Y para colmo, y mostrando una vez más sus proverbiales dotes para la política, Margarita Robles, miembro de la comisión permanente del CGPJ, mueve hilos e influencias para conseguir que el Consejo suspenda al magistrado-juez antes de que sea efectivamente procesado por el Supremo.

Se diría que entre todos se han propuesto erigir un pedestal al juez perseguido por la santa inquisición. Y esto -por decirlo a la manera cínica- es peor que un crimen, es un error de alcance universal. Nada de qué sorprenderse, porque Robles es experta en la materia desde los tiempos en que, al alimón con el ministro Belloch, mostró a Garzón la puerta de salida de su frustrada aventura política. El problema es que los errores de jueces fracasados en política, y regresados a la judicatura como quien sube y baja del tranvía, los pagamos todos. Y todos vamos a pagar este nuevo rifirrafe entre jueces políticos que con sus enconos y querellas por el poder han logrado convertir aquellos polvos de 1994 en este lodazal de 2010.

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