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Columna
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¡Hagan juego, señores!

Ni errata ni falta de consideración. En los casinos europeos de antes no se mencionaba a las damas en el momento de lanzar la ruleta, quizá porque fueran muy pocas las señoras asomadas al tapete verde. Como tantas cosas, regulares y malas, era asunto de hombres. Ahora es mucha la gente femenina entregada al juego, que aumenta en tiempo de penuria, y más aún en periodos de crisis. Al menos las múltiples loterías, lotos y quinielas se desbocan en el infortunio, y cuando parecen clausuradas todas las puertas queda esa lucecita, ese minúsculo brote que puede traer alivio en nuestros aprietos económicos. No hace mucho, un inmigrante, a punto de regresar a su país, creo que por falta de papeles y de trabajo, fue favorecido con un décimo del gordo.

El rey Faruk anunció póquer de reyes cuando sólo tenía un trío. "Tres y conmigo, cuatro", dijo

Tengo que hacer una confesión, seguro de que le trae sin cuidado a todo el mundo: no he pisado jamás el Casino de Madrid, al que no quiero hacer de menos, pues, en tiempos me gustaba "tirar de la oreja a Jorge", frase que se hace remontar a los tiempos del cardenal Cisneros y la tendencia de los estudiantes a sustituir la "Retórica" por los naipes. El nombre de Jorge fue añadido más tarde, pero el acto tiene similitud con el de agarrar, con incertidumbre, el pico de la carta, antes de echarla sobre el paño. Me gustaban los casinos de Cannes, Divonne y Montecarlo, aunque me atuve siempre a la norma de que el dinero que llevaba encima pertenecía al garito y su pérdida iba incluida en la entrada. Esto hacía sumamente satisfactorias las escasas veces que gané algo.

Los de Biarritz, hubo dos simultáneamente, vivían de los españoles, y recuerdo el afán con que el constructor del barrio del Pilar, José Banús, hacía apuestas en distintas mesas y correteaba entre ellas para comprobar que la mayor parte de las veces no recuperaba lo confiado a un número. Tuvimos la superficial relación de coincidir en alguna parte, y una noche me permití comentarle que su forma de jugar era francamente heterodoxa y más que posible que le levantaban muchos muertos. "No vengo aquí a ganar dinero -me dijo- sino a distraerme de las infinitas preocupaciones que me dan los negocios en Madrid". Su esposa, una vistosa y simpática andaluza, también brujuleaba entre los asiduos, pero jamás apostó. Más de una vez hacía la observación, en voz alta: "Estas fichas son de este señor", cuando su penetrante mirada advertía que alguien intentaba aprovecharse del aire despistado de un cliente. Su palabra era ley para los crupieres, para el jefe de mesa y para los inspectores. Dicen que no se equivocó jamás. Banús había adquirido todos los implementos de un garito de lujo y apalabrado a los mejores profesionales, pero no se vio gratificado con una concesión, aunque pensaba que cuando muriera Franco autorizarían el juego, prohibido en España en tiempos de Primo de Rivera, gracias al soborno de los casinos franceses sobre las autoridades españolas, por la competencia de los de San Sebastián y otros lugares. Del de Mónaco vivía el Principado, además de los ingresos filatélicos y el Museo Oceanográfico, pero eso lo conoce todo el mundo. Banús me confió haber recibido innumerables proposiciones, desde todas las franjas sociales, como socios del hipotético casino. "No me fío de ninguno de ellos. Si consiguiera autorización, preferiría arreglarme con la Mafia, que son gente seria y saben que el negocio es que no se hagan trampas".

La fama de un casino la forjan los jugadores de renombre, aunque parezca muy dudoso que hubiera suicidios en el jardín cercano. El cénit de la fama se alcanzó con los archiduques rusos que, exiliados, ponían a una carta del bacarrá las esmeraldas de la abuela o los gemelos que fueron del zar Nicolás. Con menos estilo y garbo, les sucedieron los jeques del petróleo, colocando fichas de cinco ceros sobre el número 17 o el 26.

Casi nadie recuerda ya al último ludópata real, el gordo rey Faruk, de Egipto, que pretendía ser creído bajo palabra, sin destapar sus cartas, en una partida en la que anunció póquer de reyes y sólo tenía un trío. Con la mayor desenvoltura dijo: "Bueno, tres y conmigo, cuatro". Lo echaron a empujones, pero volvió al día siguiente como si nada hubiese pasado. La banca siempre gana, es un axioma, pero produce emoción, que puede ser adictiva y peligrosa.

¡Siempre nos quedarán los ciegos!

eugeniosuarez@terra.es

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