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Columna
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Le interesa seguir leyendo

Cuando a Steve Jobs, el presidente y gurú de Apple, se le preguntó por qué no entraba en la guerra digital por el libro electrónico como lo estaban haciendo Sony y Amazon, contestó: "Porque el e-book es un aparato para leer". Está claro que la lectura no pertenece a esta época, a este nuevo siglo de imagen e inmediatez. Mientras que a finales del XX los chavales sustituyeron las páginas por las pantallas, hoy los niños están dejando incluso de ver la televisión porque les aburre. Ahora necesitan participar, interactuar, ya no soportan ser espectadores pasivos de una historia escrita o filmada. Por eso prefieren los videojuegos e Internet.

Si la tele se ha quedado obsoleta ¿qué pasa hoy con el libro? El libro ya no está de moda y eso lo revaloriza, pero, sobre todo, revaloriza a quien lo lee. Hoy el libro no es sólo una forma de interesarse, sino de resultar interesante. El lector es un ciudadano voluntarioso e irreductible, un hombre o una mujer reflexivos y ciertamente nostálgicos. Quien entrega la mirada a una novela o un ensayo en lugar de derramarla únicamente por la vida es alguien que aún se busca, una persona confiada en prender su combustible emocional con una mecha de tinta. Alguien que apuesta por otro mundo, por el que la escritura le descorchará dentro. Pero esa vivencia íntima no le convierte en un introvertido, un asocial o un huraño, sino en un individuo generoso, receptivo a la voz de otras gentes en otros lugares y tiempos.

Con los libros quizá ya no se construya el porvenir, pero se sigue amueblando la memoria

Hoy leer es un ejercicio de autoestima y de fe, pero no necesariamente de cultura y mucho menos de libertad. Ante el apocalipsis del libro, frente al holocausto de la lectura a manos de una generación de nativos digitales, de una juventud ni-ni de piercings y twitter, el libro se ha santificado. Eslóganes como "leer nos hace más libres" han abovedado iniciativas que encumbran sobremanera la lectura, que hacen del consumo de libros casi un arte, un ejercicio de intelectualidad y purificación espiritual. No se es más libre leyendo un libro que explorando un videojuego o una película. No culturizan más las novelas policiacas, las trilogías vampíricas o los best sellers suecos que el rock o Facebook. Hoy la mayoría de los lectores consumen productos de entretenimiento, simples y fútiles, lo valioso no es el contenido, sino la forma de absorberlo, seguir importando con la imaginación universos y pensamientos ajenos.

Madrid es la región española con más afición a la lectura. Según la Federación de Gremios de Editores de España, en nuestra comunidad el 64% de los mayores de 14 años lee libros alguna vez durante la semana. Nuestro porcentaje está próximo al de la media europea, pero lejos del de países como Suecia o Dinamarca, donde leen ocho de cada diez habitantes, probablemente porque existe una gran red de bibliotecas públicas desde los años treinta. En Madrid, sin embargo, las bibliotecas van a menos, en 2009 se compraron menos libros que el año anterior.

En este presente visual y táctil, en estos tiempos de chats y apps, es complicado ganar lectores, que un adolescente se quede quieto en un sofá recorriendo con la vista una página impresa, inmóvil, sin que nada se agite o se ilumine, sin que suene ninguna explosión ni ninguna sirena. El niño concibe el libro como un objeto muerto al que debe insuflar vida a través de un gran esfuerzo sin estar seguro de recuperar la inversión. Pero el libro es tan interactivo como un videojuego, un móvil o una web. Mientras que a través de una consola o de la red intervenimos en un escenario desconocido, con la lectura es el libro quien penetra en nosotros. Es cierto que el tiempo y la energía que demanda una publicación superan a las de una película o un videojuego, pero la recompensa también es mayor.

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Durante una partida audiovisual e interactiva somos el protagonista de una historia que maleamos a nuestro antojo, nos investimos de una vida que olvidaremos en cuanto apaguemos el aparato. Leyendo, en cambio, serán las páginas quienes se muevan dentro de nosotros, quienes nos alteren y nos transformen, y no únicamente durante la lectura, sino mucho tiempo después de mirar el punto final. El impacto emocional o intelectual de un escrito puede ser profundo y duradero, crucial. Con los libros quizá ya no se construya el porvenir, pero se sigue amueblando la memoria.

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