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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Aquí una perla, aquí un pedrusco

Escenas de un matrimonio y Saraband, de Bergman, en el TNC, a las órdenes de Marta Angelat. Francesc Orella y Mónica López deslumbran en la primera parte, pero el equipo de la segunda queda muy lejos de la meta

Marcos Ordóñez

El teatro se rige, más que ningún otro arte, por infinitas variables, y quien no lo frecuenta no suele entenderlo. A veces alguien te dice: "Menudo palo le has pegado a Cochibambo en Las encías de una madre. ¿No te había gustado tanto hace dos meses en Los que se retuercen?". "Sí", respondes, "pero es que en la primera le dirigía Gladiolín, que es un talento, y en la segunda cayó en manos de Alcachófez, que no da una a derechas". Ésa es una variable importante, pero hay 327 más (caracteriológicas, meteorológicas y hasta parapsicológicas), casi todas ampliamente catalogadas. Sin embargo, lo que sucede con Escenas de un matrimonio / Saraband desafía, a primera vista, cualquier categorización: he aquí una directora, Marta Angelat, que pasa de lo mejor a lo peor en la misma velada. La adaptación de esas dos piezas de Bergman (dos guiones televisivos, de hecho) se ha presentado en la sala pequeña del TNC de Barcelona, en versión catalana de Feliu Formosa y Carolina Moreno, y se verá luego en el Español, en castellano, a partir del 23 de marzo. Escenas de un matrimonio ya se había puesto (con Magüi Mira y José Luis Pellicena, en 1987), pero, que yo sepa, es la primera vez que se monta con Saraband, que narra el reencuentro de Johan y Marianne treinta años después. La primera parte del díptico del TNC funciona admirablemente. El texto, muy bien adaptado (y lógicamente podado: ya la película era una reducción de las seis horas televisivas), sigue siendo un prodigio, diáfano y complejo, de observación humana y de vitalidad dramática. Bergman narra el arduo viaje de una pareja aparentemente perfecta, desde que comienza a abrirse bajo sus pies la grieta que ninguno de los dos quiere ver hasta que, al final, conquistan una cierta paz, una cierta comprensión mutua, tras una década de estallidos, abandonos, caídas y reconciliaciones. La dirección de Angelat es impecable, sutil y fluida; la estupenda escenografía de Glaenzel y Cristiá, con dos espacios a distinta altura para albergar las diversas localizaciones, conjuga intimidad, detallismo y desolación metafórica; las luces de Lionel Spycher subrayan, igualmente, la alternancia de tonos cálidos y progresivamente gélidos. Francesc Orella y Mónica López llevan a cabo dos trabajos de enorme altura, con gran verdad y sin gota de retórica: todas las emociones, todos los cambios, todos los matices están ahí, vivos y convincentes. Como única pega, diría que a Mónica López le falta un poco, sólo un poco, de desgarro en la violentísima escena de los papeles del divorcio. Sales de esa primera parte con una considerable sensación de felicidad: la felicidad que sólo depara un rotundo logro artístico.

Quizás no se ha advertido plenamente la diferente graduación de ambos alcoholes

Y entonces, tras el intermedio, comienza Saraband. Y esa segunda entrega no funciona ni a tres tirones. Por fallar, falla hasta el imbatible tándem Glaenzel / Cristiá, que han levantado un espacio confuso y francamente feo, en la línea del "rústico televisivo" de los años setenta. Las flamígeras tensiones entre los personajes resultan planas y esquemáticas: los actores "dicen" lo que les pasa, pero apenas lo vemos en sus rostros y en sus cuerpos. Marta Angelat, que se ha reservado el rol de Marianne, monologa e inquiere a la manera de una elegante presentadora televisiva, sin peso, sin gravedad, como si la cosa no fuera con ella. No hay viaje: sale de la casa de Johan en Dalarna tal como entró. ¡Y vaya si suceden cosas en esos pocos días! El rol del viejo Johan corre a cargo de Miquel Cors, que no pisaba un escenario desde hace casi quince años. Cors inyecta al misantrópico personaje las imprescindibles dosis de amargura y malicia, y resuelve con oficio las escenas con su hijo y su nieta, pero su tono suena monocorde, y su derrumbamiento final en brazos de Marianne es un naufragio a dúo. ¿Recuerdan esa secuencia portentosa, cuando Johan sufre un terrible ataque de pánico en plena noche tras el intento de suicidio de su hijo, y entra en la habitación de Marianne, y proclama su miedo y su angustia, y los dos se desnudan real y simbólicamente? Más vale que la recuerden, porque aquí la desnudez no rebasa lo físico. El hijo, el atormentado Henrik, es Francesc Orella, pero no lo parece: está a años luz de su descomunal trabajo anterior. Imagino que para marcar distancias con el joven Johan le han encasquetado un pelucón atroz y le han impuesto (o le han permitido) un pasmoso soniquete de boxeador groggy: ruego a los dioses del teatro para que este gran actor se libere de ese doble cepo que ni se merece ni nos merecemos. Karen, su hija, es Aina Clotet, excelente en roles de comedia (Germanes) y que ha mostrado su poderío dramático en diversas películas, pero aquí está opaca y forzadísima, como si su personaje fuera una niña de seis años con serios problemas de expresión oral. De golpe y porrazo, en la escena de la ruptura con su padre, recupera su sensibilidad, su determinación y su inteligencia: más vale tarde que nunca, aunque amosca un poco la celeridad del tránsito. Yo me he devanado los sesos intentando averiguar el busilis de este traspiés colectivo. Creo, de entrada, que el reparto está equivocado, y que todos hubiéramos agradecido ver a Orella y Mónica López prolongando sus roles: por continuidad emocional y por darles la oportunidad de marcarse un tour de force de los que hacen historia. Es harto posible (explicación metodológica) que Angelat y su equipo hayan trabajado tanto en la primera parte que se les echase el tiempo encima a la hora de abordar la segunda. Me atrevería a decir, pues, que faltan ensayos, pero también (explicación esencialista) que quizás no se ha advertido plenamente la diferente graduación de ambos alcoholes. Escenas era un peliculón; Saraband fue la extrema destilación de un maestro. Escenas es un río revuelto, de corrientes cambiantes, en el que te has de mover con mucho talento para no caer en los rápidos, pero para torear Saraband hace falta algo más que talento: tienes la lava en los bajos desde el comienzo, y si no entras en el volcán con un parejo grado de incandescencia te puedes dejar la piel. . -

Escenes d'un matrimoni / Saraband, de Ingmar Bergman. Dirección de Marta Angelat. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta el 28 de febrero. www.tnc.cat. Teatro Español. Madrid. Del 23 de marzo al 25 de abril. www.esmadrid.com/teatroespanol

Francesc Orella y Mónica López en <i>Escenas de un matrimonio</i>, de Ingmar Bergman.
Francesc Orella y Mónica López en Escenas de un matrimonio, de Ingmar Bergman.DAVID RUANO / TNC

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