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EL PARAÍSO | Escrituras

El Hotel Elefante

Bienvenidos ya casi al siglo XX. Al fin. Las playas están sucias y el país por reconstruir. Pero ya llegamos y estamos aquí. Somos muchos. Todos nosotros. Y ahora es cuando vamos a modificar el contorno de este planeta. Vamos a construir un mundo que cada vez será un lugar más evocador, más nostálgico, más eterno. Aunque también será un mundo más olvidadizo. Con más amor por la alegría. Más tristeza por la diversión. Menos tiempo.

Un mundo más presente.

Y para festejar en él se han colgado luces nocturnas cerca de la costa y se hacen actas para conseguir que se alejen los barcos basureros que dejan los desechos de la ciudad de Nueva York en el mar, cerca de aquí. Hemos recogido las piedras de la arena y estamos a punto de celebrar un nuevo fin de siglo. Y aquí estamos. Somos los hombres y las mujeres que construiremos Coney Island con nuestras manos y nuestros recuerdos y ahora, y al fin, estamos aquí. En este mundo que lleva nuestro nombre escrito bajo los hoteles quemados de finales del XIX en cuyas cenizas se comenzó a abonar el paraíso.

Ya estamos aquí.

Ya somos nosotros.

Y estamos a punto de soñar de nuevo y de levantar, para demostrarlo, un hotel de madera que parece una casa que parece un elefante con orificios por ojos desde los que ver el mar. Desde donde lo escuchamos rugir. Estamos aquí. Y hemos levantado con nuestras manos el Coloso de Coney. Un hotel inaudito que, esta vez sí, vamos a admirar. Ésta no es una de aquellas casas de antes convertidas en refugios para amantes extramaritales y para enamorados.

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Ésta es la primera huella, la primera piedra, la primera pincelada de nuestra inagotable imaginación. Y para demostrarlo, antes, en el centro de este lugar increíble, alguien ha construido una vaca y cobra cinco centavos de dólar por un vaso de leche fresca. Está cubierta por un toldo que nos hace pensar en un paraguas, una glorieta francesa o The Pavilion: la primera atracción de Coney Island. Pero es una barra sin gente y con una ranura en la que insertar una moneda. Debajo puede leerse: "La vaca que nunca se cansa". Y esto sucede a los pies de una torre de hierro parecida a la que creció en las habichuelas mágicas desde siempre y desde la que hace años veíamos el cielo.

Volábamos el cielo.

Pero nada.

Nada será más alto que el Hotel Elefante: el coloso de Coney. Un inmenso animal de madera que estará por encima de todos nosotros, de nuestras casas, nuestros hoteles, nuestras incipientes atracciones. Un hotel que es un elefante de madera con ventanas, colmillos que parecen toboganes y uno de esos palanquines desde los que observar. No tiene bandera. No pertenece a nadie. Es un sueño posible que sólo tendría sentido en este mundo extrañísimo en el que se ha convertido Coney Island.

Nuestro espacio único. Nuestros inventos. Nuestro arte.

Y aun así, la cruel construcción del coloso se hace gracias a la fuerza bruta de elefantes verdaderos, que son 10 veces más bajos que este caballo de Troya estático que están levantando. Para levantar este sueño inverosímil se usarán elefantes que hasta ahora se han utilizado para pasear turistas y que alguien compró en un circo que cerraba y que, claro, trajo a rastras hasta aquí.

Aunque hay otros. Otros elefantes que sentenciarán el mundo y que todavía no han llegado a esta tierra fantástica. Este paraíso extraño cuyas calles tienen nombres de sirenas y de dioses marinos. Este lugar donde las vacas nunca se cansan y en el que para beber leche sólo hay que depositar cinco centavos en una ranura a los pies de una torre de hierro que quería ser como aquella planta de las habichuelas mágicas pero que se ha visto superada por un elefante de madera con colmillos que parecen toboganes.

Hasta que sea 1903. Porque entonces, y para levantar el coloso, habrá muerto el pobre elefante Tops.

Lo había comprado, no en el circo, sino en el Parque de los Leones del interior del Estado, un señor apellidado Boyton que a su vez lo vendió a la pareja de imaginativos constructores Fred Thompson y Skip Dundy. Quienes lo usaron para trabajar en la construcción final del hotel hasta que el pobre murió electrocutado. O lo mataron. Porque harto de posar para visitantes del Parque de los Leones primero y de levantar hoteles de madera 10 veces de su tamaño después, Tops mató a un hombre que para hacerlo rabiar lo quemó con un cigarrillo. Como si él fuera el juego y el hombre un demonio. Pero a pesar del sentido común y la realidad, Fred Thompson y Skip Dundy tuvieron que sacrificarlo por orden del Ayuntamiento y lo alimentaron durante una semana con zanahorias envenenadas que al bueno y pobre de Tops no le hacían nada. Había sufrido demasiado y podía aguantar el dolor con extrema dignidad. De modo que siguió comiendo. Hasta que lo electrocutaron. Y luego enterraron su cuerpo inmenso bajo los cimientos de aquel hotel de madera imposible. Y Fred Thompson y Skip Dundy pidieron perdón por haber sido crueles con los animales y esperaron, tristes, su redención.

Pero tenía que llegar como un rayo. Y el Hotel Elefante se quemó como se habían quemado los otros hoteles que se habían levantado en Coney Island, y al alcalde que había autorizado su imposible construcción lo condenaron a seis años de trabajos forzados en la prisión del Estado.

Y así fue como el paraíso que desde siempre ha sido Coney Island vengó al bueno y pobre de Tops y como terminaron el fraude, la prostitución y las apuestas en el Hotel Elefante: el coloso de Coney Island. Cómo los hombres, de nuevo, se convirtieron en niños.

Porque aquél no era un lugar para torturar animales ni cometer delitos. Coney Island había comenzado con un monumento a la libertad y cumpliría su destino: sería, quisiéramos evitarlo o no, nuestro homenaje a la diversión, a la alegría, a la infancia. Coney Island sería la única tierra que recibiríamos en herencia de los hombres y de las mujeres que cuando nació todo se atrevieron a soñar un mundo otro. A inventarlo de nuevo. A poner en las calles elefantes y a las avenidas nombres de sirenas y dioses. Coney Island estaba atada a tierra por puentes, como un globo. Y no íbamos a permitir que se nos escapara.

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