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Columna
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Desafío en Alcalá 20

Abrir un local de fiesta en los tiempos que corren afrenta un poco a la sensatez. Dirigir además la oferta a quienes todavía pueden permitirse el lujo de salir de copas entre semana y enfilar la madrugada sujetando un vidrio a 15 euros el pelotazo se me antoja osado. Pero, sobre todo, hacerlo en un espacio físico sobre el que planean los fantasmas de una tragedia con 82 víctimas mortales parece casi un negocio suicida. Me pregunto qué necesidad tenían los señores de FSM de instalarse precisamente en el número 20 de la calle de Alcalá. Si no pudieron encontrar en Madrid otro local menos problemático, más fácil de adaptar a las exigencias de seguridad. Un inmueble que al menos no estuviera marcado como éste por el recuerdo aún vivo para muchos de aquella madrugada terrible del 18 de diciembre de 1983 en que allí se abrieron las entrañas del infierno.

Aún me estremece el recuerdo de la única víctima que nunca pisó la maldita discoteca

Resulta inimaginable que no contemplaran o valoraran ese factor y sus repercusiones mediáticas a la hora de invertir un buen puñado de millones en la operación. Los empresarios que asumieron el reto ya supondrían que no sería fácil obtener del Ayuntamiento de Madrid las oportunas licencias que permitieran recuperar la actividad a tan estigmatizado local. De hecho, al final tuvo que ser un juez el que obligara a concederlas. Nadie en la administración municipal parecía dispuesto a poner su firma sobre un papel que autorizara a reabrirlo.

Por muchas y muy sofisticadas medidas de seguridad que se tomaran siempre asaltaba la duda sobre la idoneidad de aquel espacio soterrado como sala de fiestas. Ningún concejal ni técnico del Ayuntamiento por bisoño que fuera podía pasar por alto el calvario que sufrieron aquellos responsables municipales a quienes tocó apechar con ese drama... Ninguno, y mucho menos quienes recordaran la experiencia personal del entonces responsable de Seguridad Emilio García Horcajo. El edil se dejó la salud en los 10 años que duró un proceso en el que los abogados de las víctimas le involucraron en el intento de que la administración municipal cargara con las onerosas indemnizaciones que los empresarios de la sala calcinada nunca hubieran podido afrontar. Al final, la justicia absolvió al concejal, pero nadie le compensó por su padecer. El dinero terminó saliendo de la Administración central al resultar condenado el inspector del Ministerio del Interior al que correspondía revisar el local. En total, 2.000 millones de las antiguas pesetas que pagamos a escote los españoles.

Aquél fue uno de esos sucesos que a un periodista le deja marcas que incluso al tiempo le cuesta borrar. Veintiséis años después aún me estremece el recuerdo de la única víctima que nunca pisó la maldita discoteca. Una pobre niña que dormía plácidamente en su cama y que murió asfixiada por la nube de humo tóxico que penetró por la ventana del cuarto a través de un pequeño patio interior. Tampoco se me olvida el relato de un joven que tras hallar una vía de escape tuvo el valor de entrar de nuevo en la sala ardiente para mostrar a otros el camino de la salvación. Un héroe de verdad del que, por cierto, nunca más se habló y cuyo nombre ya no logro recordar.

En cambio, mi irónica memoria le guarda un espacio de honor inmerecido a un tipo de Logroño que lloró desconsolado ante los medios por haber perdido en el siniestro a dos hermanos. Una semana lo tuvo el Ayuntamiento a cuerpo de rey, hotel, restaurante y chófer incluidos: así hasta descubrir que era un impostor fugado del manicomio.

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En aquel local es mucha la carga del pasado y no es poco el mérito de la empresa al sobrellevarlo. Ahora le llaman Adraba y es todo luz, color y, especialmente, seguridad. Tanta y tan obsesiva que, sin quererlo, nos vuelven a recordar precisamente lo que nunca debió faltar en Alcalá 20. Adraba es un auténtico desafío empresarial y merecen tener suerte.

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