La ficción verdadera
¡Menuda pieza ésta de Eduardo de Filippo! El arte de la comedia es su testamento ideológico: un mecanismo de relojería que activado por manos como éstas de La Abadía produce explosiones en cadena. En su disposición primera, el autor napolitano lega su manera de entender el oficio. "Cuantas veces", dice por boca del capocomico Oreste Campese, su alter ego, "pegándome el bigote de Macbeth me lo pongo torcido aposta, porque en el teatro la verdad suprema ha sido y será siempre la ficción suprema. Lo verdadero, el público lo busca en el cine".
Como Oreste, cuya madre rompió aguas mientras interpretaba la muerte de Gertrudis en Hamlet, De Filippo se crió sobre las tablas: a los cuatro años hizo de japonesito en La Geisha, de Eduardo Scarpetta. Al cumplir los 27, formó compañía con sus hermanos Peppino y Titina: era actor y autor a la vez. A base de someter sus textos a prueba y error, llegó a dominar el oficio. Sus comedias están en franca revalorización porque contienen una verdad social traída de primera mano.
EL ARTE DE LA COMEDIA
Autor: Eduardo de Filippo. Traducción: Ana Isabel Fernández Valbuena. Intérpretes: Enric Benavent, Pedro Casablanc. Luz, escenografía y dirección: Carles Alfaro. Teatro de La Abadía. Hasta el 21 de marzo.
El autor juega con las cartas boca arriba y cumple lo prometido
En El arte de la comedia (1963), De Filippo reivindica para el teatro un apoyo institucional diferente: prefiere el gesto a la subvención, la cultura popular de compañías de repertorio como la suya, a la tutelada. Cuarenta años después, sus obras nos llegan a través de compañías públicas o semipúblicas como la de La Abadía, que parece que llevara toda la vida representándolas: sus intérpretes la hacen tan en serio como un drama, con efectos absolutamente cómicos.
El primer acto es una entrevista en posición desigual: Oreste (Enric Benavent) habla con el gobernador De Caro (Pedro Casablanc), recién nombrado, para convencerle sin éxito de que asista a una función. Al salir, se lleva por error su hoja de visitas y le amenaza con sacar ventaja de eso: sus cómicos se harán pasar por ellas. De Filippo juega con las cartas boca arriba, nos anticipa lo que sucederá y cumple lo prometido en un segundo acto desternillante, cuando empiezan a llamar a la puerta el médico local, luego el cura, el farmacéutico y así sucesivamente, cada uno con una petición más disparatada que el anterior, hasta que el despacho del gobernador se convierte en el camarote de los hermanos Marx, al cuadrado.
El montaje de Carles Alfaro, minucioso en extremo, hiperrealista casi, tiene espesor, clima, un ritmo trepidante y una interpretación sembrada. Casablanc imprime a su gobernador esa arrogancia vestida de afabilidad del poderoso sin tiempo que perder. Después, le vemos cargarse de razón como una pila de zinc, a cada momento más atónito y más obsesionado con dilucidar si sus visitantes son auténticos o impostados. Enric Benavent es su contrapunto redondo: humano, discretísimo, vehemente y convencido cuando le toca. Divertidísimos el secretario displicente de José Luis Alcobendas y el guarda muerto de curiosidad de Markos Marín. Jesús Barranco borda con prosa y ademán arrebatados el relato desternillante del médico falto de reconocimiento. El párroco desaliñado y desgarbado de Joaquín Hinojosa está al borde de la farsa y de colmar la paciencia de su anfitrión.
El relato laberíntico de la maestra (Lola Manzano), contrapunteado por Cipriano Lodosa y Palmira Ferrer con intervenciones desopilantes, de un lirismo eficazmente fuera de lugar, y las entradas a saco del farmacéutico (Diego Galeano) y del sacristán (Óscar de la Fuente) son pura tragedia grotesca. Sobre este crescendo final, el oscuro cae como una guillotina.
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