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Columna
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Conferencias

Es una larga tradición española y madrileña, que ha sufrido algunos cambios, sin deteriorar la idea primitiva. O das una conferencia o te la dan, era lo que se decía en aquellos tiempos en los que escaseaban las ocasiones de ocio. Tuvo su momento estelar la existencia de profesionales, a los que llamaban charlistas, personajes que actuaban en teatros o amplios espacios públicos, donde entretenían al auditorio durante casi dos horas.

Conocí al más importante de entre ellos, con ocasión de hacerle una entrevista para el periódico donde trabajaba como reportero. Se llamaba Federico García Sanchiz, un valenciano exuberante, al que no hay que confundir con un charlatán. Fue académico de la lengua y dominaba aquel arte, con el que se ganaba la vida, en ateneos españoles y americanos. Aprendía de memoria el largo parlamento ilustrándolo con una voz bien timbrada cuyos matices administraba con maestría, desarrollando el tema, ante el nutrido público que pagaba buen dinero para escucharle en silencio, bebiendo sus palabras.

Creo que era el único espectador que no estaba ligado por vínculos familiares con el orador

Para escribir mi trabajo -uno era concienzudo- asistí a una de aquellas charlas y el recuerdo que de ella conservo es de agrado. García Sanchiz tuvo un solo hijo que murió en el hundimiento del buque nacionalista Baleares y aquella pérdida marcó su propia decadencia. Ya no hay charlistas, a lo más, conferenciantes que leen el texto o acaban soltándolo, a fuerza de repetirlo en multitud de lugares. Otra persona sobresaliente, de mi gran aprecio, es el escritor francés de tanto éxito como Dominique Lapierre, autor de libros que siempre han tenido el favor del público. Nuestra amistad data de medio siglo y tuve el privilegio de ayudarle en alguno de sus libros sobre España, especialmente el que escribió sobre El Cordobés, un estudio meditado y profundizado acerca de la tauromaquia, bastante más acertado que otros de factura española.

Siempre ofrecía un espectáculo, obligado por la editorial de turno, en la fase de promoción. Y me invitaba. Cierta ocasión, con el Palacio de la Música repleto, pronunció su charla sobre su creación más querida: "La ciudad de la Alegría". Sacaba indefectiblemente, los cascabeles que usan en Calcuta los "hombres caballo" que tiran de los carritos transportadores de personas. Sabiéndome en el patio de butacas, comentó ante los presentes, que podría haber dado yo la conferencia, por el número de veces que la había escuchado.

Muchos autores se ven obligados a recorrer las provincias postulando el libro y ese esfuerzo es mayor que la propia confección del volumen. El otro día comprobé que la educación y los principios de convivencia son un dique para contener los impulsos irracionales y, a veces, homicidas, que llevamos dentro. En nuestra ciudad son innumerables los actos culturales y aledaños que, para repartir dinero, incluso en estos tiempos de crisis, se perpetran. Un conocido -ya no es amigo- me convenció para que asistiera a una de estas representaciones, asegurando que el desconocido autor tenía mucho interés en que yo fuera.

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Acudí. El local era pequeño, había menos de media entrada y en el aire flotaba ese ambiente que se respira cuando la mayor parte de los asistentes son familiares de quien va a actuar. Frente al público, como un tribunal examinador, ante una larga mesa, siete personajes, el presidente de la entidad, el conferenciante y otros señores de indefinible filiación.

La primera parte la emplearon los figurones en desgranar sonrojantes elogios sobre el actuante. Sólo dos de ellos se ciñeron al tema, los demás lucieron un patrimonio de lugares comunes, durante más de veinte minutos cada uno, en general hablando de sí mismos. Eran palabras que parecían haber sido dichas mil veces en parecidos términos y ocasiones. Tuve la impresión de ser el único, entre los espectadores, que no estaba ligado por vínculos familiares o materiales con el orador y los presentadores y celebré que las convenciones sociales consideraran mal visto en las reuniones cultas, sacar un revólver y vaciarlo contra los atracadores de nuestro tiempo y nuestra sensibilidad.

La gente permanecía inmóvil, por afecto o por hastío, escuchando vagamente el murmullo que llegaba desde la mesa, donde el hablante no se acercaba lo suficiente al micrófono y la voz llegaba mortecina hasta la impasible audiencia. Mi asiento estaba casi en la mitad de la fila, lo que me impedía huir, debido a esas normas que amargan nuestra existencia de personas libres e independizadas. Hacia el final busqué con la mirada a quien me incitó a la asistencia y el canalla no había aparecido. No cabe duda de que no fue mi día de suerte.

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