Miguel I de Badalona, rey de España
Poveda embelesa con sus 'Coplas del querer' y pone en pie al público
No demoremos ni una sola línea el anuncio: qué grande lo de Miguel, lo de don Miguel Poveda. Qué grande lo de este chaval de Badalona (¿o no se puede ser chaval a los 36 años?) que anoche puso boca abajo el teatro Español y hoy, sin necesidad de dotes visionarias, volverá a hacer otro tanto. Y qué asombroso que un éxito tan arrollador, ante las 1.400 personas que agotaron el papel, le llegue con un repertorio enteramente coplero. Ese género que en determinados círculos, y hasta no hace tanto, habría provocado suspicacias, ceños fruncidos y urticarias fulminantes. Pero la grandeza de Miguel, igual que antes la de Carlos Cano o Martirio, ha permitido aventar complejos que confundían ética y estética, el culo con las témporas. Como si la melodía andaluza, el melisma y la poesía popular fueran patrimonio sólo de unos cuantos.
Cantó con elegancia, con una expresividad sin afectación ni desmesura
¿Dijimos complejos? Poveda no ha necesitado sacudírselos porque nunca los tuvo. En esa mirada medio traviesa anida aún el entusiasmo de aquel chiquillo que, acodado cada noche frente al transistor, le borraba a su padre las casetes de Alan Parsons para grabar encima la música española que localizaba en el dial.
Su reformulación de la copla es gozo puro, un glorioso estallido de arte supremo que ni quiere ni sabe hacer distingos. Escuchar a este muchacho constituye una bendición para norteños o gentes del sur, gitanos o payos, charnegos o purasangres. Su canto hermana a tirios y troyanos, marianos y joseluises, merengues o culés. Y, por supuesto, a los algo talluditos con los aún orgullosos integrantes del niñerío.
A Poveda hay que disfrutarlo sin miramientos, dejándose llevar, asumiendo que la razón se rige por normas que la materia gris no siempre procesa. Hay que disfrutarlo con independencia de que te gusten los chicos o las chicas, las dos cosas o los retiros espirituales. Porque la vida es lo bastante breve, desconcertante y compleja como para privarse uno de estos placeres.
Cantó anoche Poveda con esa elegancia que desarma, con una expresividad que jamás incurre en afectación ni desmesura. Lo hace todo con tanta naturalidad que hasta se pone guapo cuando se desgañita y rompe la garganta; cuando "da unas cuantas voces", como dice él con humildad guasona. "Qué bonito lo haces", le gritaron desde las butacas, inmersas en ese entusiasmo contenido que genera el embeleso.
Miguel es, sin duda, el principal culpable de su propio esplendor, pero siempre tendrá que agradecerle a Joan Albert Amargós esos arreglos deliciosos. Impregnados de aromas jazzísticos (y a veces, como en Rocío, casi tangueros), nacieron con la vocación de envolver el torrente de voz sin empañar ni estorbar un ápice esas inflexiones suyas, sencillamente maravillosas. Por eso al cantaor se le nota siempre a sus anchas, en aguas familiares. Gustando, gustándose, haciéndose querer. Jugando con un sombrero entre las manos y hasta esbozando algún bailecito, aunque no sea su fuerte. Ha llegado a un punto en que no se nos ocurre nada que no le salga bien.
La hondura flamenca la aporta la guitarra de Frascuelo, con el que dejó dos momentos, Y sin embargo te quiero y Mis tres puñales, estremecedores. "Rafael de León supo reflejar bien la agonía de los que sufrimos por amor", anotó con un plural que nunca mereció ser tan mayestático. Pocas veces un artista consigue que nos ataña tanto su trabajo, pero hasta los republicanos aceptamos por un instante la monarquía con el advenimiento de este Miguel I de Badalona. Un rey, por fin, de todas las Españas.
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