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Regreso al futuro en las finanzas

El ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker constituyó la principal fuente de inspiración para la propuesta del presidente Barack Obama para reformar la banca. Volcker, que sin duda ha sido el gobernador de un banco central con más éxito del siglo XX, fue desde el principio una voz de advertencia tenaz sobre los problemas de lo que él llamaba "el flamante nuevo sistema financiero".

Pero Volcker también ha sido un destacado detractor de los peligros de la volatilidad monetaria. ¿Qué vínculo hay entre la nostalgia por un sector bancario simplificado y menos arriesgado y el deseo de reintroducir un sistema monetario que también parece una reliquia del pasado?

Ya se hablaba mucho sobre la posibilidad de revivir la regulación bancaria de los años treinta antes del drástico y combativo anuncio que hizo Obama el 21 de enero. Las propuestas para lo que ahora se conoce como la regla Volcker -que prohibiría las operaciones bursátiles con capital propio e impediría a los bancos "poseer, invertir en o financiar" fondos de cobertura o fondos de capital riesgo- son una versión actualizada de la Ley Glass-Steagall, aprobada en Estados Unidos en 1933 para separar la banca de inversión de la banca comercial.

Las reformas castigaron a los banqueros, pero no consiguieron fomentar nuevos préstamos
Es probable que la siguiente fase de la crisis provoque más crisis de tipos de cambio
El argumento de los años 30 no era contra bancos demasiado grandes, sino por su mal asesoramiento
La discusión ahora se centra en los riesgos que las entidades generan para los contribuyentes

La campaña de los años treinta para restringir las actividades bancarias tuvo lugar en muchos países. En Bélgica, donde se crearon los primeros bancos universales a principios del siglo XIX, también se separó la banca de inversión de la comercial. A los bancos italianos se les prohibió poseer valores de sociedades industriales.

El argumento de los años treinta no se concibió tanto en función de unos bancos que eran "demasiado grandes para quebrar", sino como una respuesta al mal asesoramiento que los bancos habían ofrecido a sus clientes. Los bancos de inversión habían vendido participaciones y bonos (sobre todo de sociedades y Gobiernos extranjeros) a sus pequeños clientes, se habían liberado de su propio riesgo y habían creado para sí mismos un gran flujo de ingresos por comisiones.

Entonces, como ahora, mucha gente exigía un castigo para los bancos y los banqueros. Pero la gente también quería que los bancos dedicaran más recursos a financiar las inversiones y la industria nacional. En general, las reformas bancarias castigaron a los banqueros, pero no consiguieron fomentar nuevos préstamos bancarios.

La discusión actual se centra menos en el peligro que representan los bancos para sus clientes que en los riesgos que generan para los contribuyentes. Las operaciones bursátiles con capital propio se justificaban no porque generasen grandes beneficios para los bancos (que lo hacían), sino porque se suponía que creaban mercados y proporcionaban liquidez para instrumentos que rara vez cotizaban. Los bancos crearon lo que a todos los efectos eran mercados de sustitución, que les permitían a sus clientes y a ellos mismos poner precio a instrumentos que de otro modo habría sido imposible valorar. Se suponía que los enormes beneficios eran la recompensa por la prestación de un servicio público.

Esos grandes bancos son necesarios porque los pequeños actores por sí mismos no pueden constituir un mercado. Los bancos grandes también son agentes de peso en los mercados monetarios internacionales y acumulan posiciones importantes en el cambio de divisas tanto entre sus filiales como sobre una base consolidada.

Si los bancos modernos son demasiado grandes y demasiado peligrosos porque son demasiado vulnerables, la forma más evidente de hacer que sean más seguros es exigirles mayores requisitos de capital. Tradicionalmente, ésa era la opción que se defendía en la mayoría de los debates internacionales. Pero, por desgracia, la forma más evidente que tienen los bancos de aumentar su ratio de capital es reducir sus préstamos. En una crisis económica, eso es lo último que las empresas necesitan.

La nueva respuesta al dilema es establecer por ley qué tipos de actividades deben suprimirse. La esperanza es que, al reenfocar así las actividades financieras, se estimulen otros tipos de préstamos.

En los años treinta, el control de los bancos iba unido al control de los movimientos de capital y, en última instancia, a la fijación de los tipos de cambio. Unos cuantos economistas, en particular el austriaco Gottfried Haberler, propusieron la alternativa de los movimientos de capital continuos, facilitados por las principales instituciones financieras, y los tipos de cambio flexibles, pero la propuesta no llegó a tener resonancia política.

Al celebrar la conclusión del acuerdo de Bretton Woods de 1944, que sentó las bases de la arquitectura financiera del mundo de la posguerra, el secretario del Tesoro estadounidense Henry Morgenthau aprovechó su discurso de clausura de la conferencia para hacer un llamamiento a favor de un sistema bancario más eficaz que proporcione más dinero con condiciones más baratas: "La consecuencia sería expulsar sólo a los prestamistas usureros del templo de las finanzas internacionales".

Tras el fracaso del régimen del tipo de cambio de Bretton Woods a principios de los años setenta, todo el mundo suponía que un sistema monetario flexible traería más estabilidad. Pero, aunque hasta hace poco no hemos aprendido que los gigantes financieros crean inseguridad financiera, los mercados cambiarios se han caracterizado durante mucho tiempo por la inestabilidad y la incertidumbre. Estos mercados necesitaban que los grandes bancos actuasen como estabilizadores y asumiesen el otro lado de las apuestas. Cuando los grandes bancos no son capaces de desempeñar esta función y se ven obligados a reducir costes, aumenta la probabilidad de que los mercados se desestabilicen.

Es probable que la siguiente fase de la crisis actual provoque más crisis de tipo de cambio, ya que la categoría crediticia de los Gobiernos y la posición de sus bancos van de la mano. En 1992, durante la crisis que hizo tambalearse el sistema monetario europeo, el ministro de Economía de Francia, Michel Sapin, habló en el Parlamento sobre cómo la Revolución Francesa había usado la guillotina con los especuladores.

¿Podríamos regresar a 1944, cuando se aplicó a escala internacional lo aprendido en los años treinta, y fijar una vez más los tipos de cambio? Eso iría en contra de casi todos los argumentos de la economía moderna, pero en un momento en que miramos al pasado en busca de soluciones financieras ya no es algo impensable.

Harold James es catedrático de historia en la Universidad de Princeton y titular de la cátedra Marie Curie en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Traducción de News Clips. © Project Syndicate, 2010.

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