Cuando todo vale
La patria reivindicada por ETA se levanta sobre cadáveres de niños, heridos y huérfanos
A los fundadores de ETA debería haberles resultado sintomático que su estreno en el activismo armado arrojara como resultado tangible el cuerpecito quemado de un bebé. El rosario de niños víctimas de ETA iniciado hace medio siglo en San Sebastián ha ido alargándose en el tiempo hasta componer una cadena infinita de quebrantos y sufrimientos infantiles. Y es que a los 25 niños asesinados hay que sumar muchas decenas de heridos y centenares de huérfanos.
La niña de seis años Silvia Martínez, muerta en Santa Pola (Alicante) el 4 de agosto de 2002 por la explosión del coche bomba activado contra el cuartel de la Guardia Civil, es el último de los féretros blancos de esta sucia partida, pero sigue habiendo huérfanos que cuando suena el timbre de sus casas todavía corren a abrir la puerta con la ilusión de recibir a su padre.
Lejos de hacer caso a los sintomáticos efectos de aquel primer atentado, ETA ha asumido la muerte de los niños a lo largo de su historia sin descomponerse lo más mínimo. Con todo, conviene distinguir en este terreno la etapa en la que el riesgo de provocar daños colaterales llevaba a los activistas de ETA a retirar los explosivos, y el comportamiento desalmado que ha ido mostrando en las décadas posteriores, particularmente con el empleo de los coches bomba y las bombas lapa.
En ese tobogán hacia la ignominia, a los terroristas no les ha temblado la mano a la hora de llevarse por delante a los niños con tal de cazar a sus objetivos. Han hecho volar el coche de sus víctimas, perfectamente conscientes de que en ellos viajaban o iban a viajar también sus hijos. En el caso de los atentados con coche bomba a las casas cuartel de la Guardia Civil, lo menos que puede decirse es que descuentan por adelantado las familias que van a sucumbir en la explosión. "Las casas cuartel son objetivos militares", acostumbran a recitar los dirigentes de Batasuna, adelantándose al comunicado en el que la organización terrorista vendrá a refrendar la teoría de que todo vale. Si la muerte de los pequeños da medida de la decencia moral de un colectivo, habrá que convenir que las tragaderas de ese mundo alcanzan un alto grado de abyección que contamina sus objetivos políticos supremos. Ninguna patria que merezca la pena puede levantarse sobre los cadáveres, menos si se trata de niños. No significa que, a título individual, no haya gentes de Batasuna que lamenten el desenlace, aunque haya sido deliberadamente buscado; significa que no hay voces que surjan ahí para denunciar la insania criminal, que nadie actúa políticamente en consecuencia y que si lo hace, agacha rápidamente la cabeza en cuanto la vanguardia armada se pronuncia.
Ocurrió tras el coche bomba al centro comercial de Hipercor en Barcelona, el 19 de junio de 1987 (cuatro niños entre los 21 fallecidos). La tibia reacción de algunos colectivos de Batasuna fue enseguida ahogada por la doctrina oficial del accidente atribuido a los inevitables y desgraciados daños colaterales. El asesinato de los niños sepultados por los escombros de las casas cuartel de Zaragoza, en diciembre de 1987 (cinco niñas), y de Vic, en mayo de 1991 (cinco niños), sólo suscitó el silencio cómplice en ese mundo.
Pero ¿qué ocurre con los niños heridos en los atentados y con los que asistieron en primera línea al asesinato de sus progenitores? ¿Cómo digerir ese horror y recuperar la estabilidad psicológica, cómo combatir el trauma y aprender a andar con esa carga por la vida? La otra cuestión inevitable es cómo hay que hacerle saber al niño que su padre, su madre, su abuelo, su hermana, no volverá más, que es inútil esperarle. Los psicólogos que colaboran con las asociaciones de víctimas intentan deshacer los nudos emocionales que bloquean en estos casos a los pequeños, muchos de los cuales acusan la fractura anímica en los estudios y en las relaciones afectivas. Palabras o imágenes capaces de convocar los recuerdos traumáticos sumen a los afectados en la desazón y el bloqueo emocional.
El arrope afectivo y la autoestima son, por supuesto, indispensables, y ése es un terreno en el que los ídolos de los chavales pueden desempeñar un gran papel. Alberto Muñagorri, el niño de 10 años que el 26 de junio de 1982 en Rentería dio una patada a un bulto abandonado en la calle -una mochila con bomba en su interior dejada la víspera por un activista de ETA-, encontraba consuelo en los guantes que le había regalado Luis Arconada, el portero de la Real Sociedad y de la selección española. Cuando se derrumbaba ante el dolor, Alberto pedía los guantes y se los ponía en el pecho. Eso parecía calmarle. También ahora los huérfanos que genera ETA buscan aliento y confianza en el abrazo de sus ídolos.
En otros casos, el desbloqueo se produce por caminos inesperados. Es el caso de una niña que recibió la carta de una mujer francesa víctima y testigo de la violencia nazi ejercida contra sus padres. Por encima de la diferencia de edad y de las distancias, cuajó una relación amistosa, una conexión afectiva en la que ambas encontraron consuelo.
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