La tumba de una brillante carrera
El conflicto iraquí hundió el carisma y el legado del político laborista
Aún no había amanecido ayer en Londres cuando Tony Blair fue discretamente introducido por la puerta trasera en el Centro de Conferencias Isabel II, a tiro de piedra del Parlamento y de Downing Street. Eran apenas las 7.30 de la mañana y faltaban aún dos horas para que empezara a prestar declaración ante la comisión que investiga la participación del Reino Unido en la guerra de Irak.
Fuera se esperaba a varios miles de manifestantes, pero apenas unos pocos cientos de ciudadanos se tomaron la molestia de acercarse para decirle a Blair lo que pensaban de él. Hace ahora justo siete años que más de un millón de personas tomaron las calles de Londres para intentar evitar una guerra que ya entonces parecía inevitable. Con siete años y una recesión por medio, Irak ya no suscita las pasiones de antaño.
Siete años después, Blair apareció tostado por el sol pero con algo menos de pelo y muchas más canas. Y nervioso. Sorprendentemente nervioso para un maestro de la elocuencia, acostumbrado a torear con toros mucho más peligrosos que los educados expertos que conforman el panel de la investigación.
Quizás estaba nervioso porque, aunque no estaba ante jueces, jurados o puntillosos abogados, aunque aquello no era un juicio, Tony Blair se jugaba de alguna manera su legado político. La guerra de Irak ha sido su tumba política y ayer tenía una oportunidad de resucitar. Su carisma quedó hecho jirones en los desiertos de Mesopotamia. Y allí seguirá probablemente. Su negativa a mostrar siquiera arrepentimiento no le ayudará a recuperarlo.
No estuvo arrogante, pero tampoco convincente. En un asunto como la guerra de Irak, que dividió al mundo, quienes piensan que Tony Blair traicionó a Europa, o al laborismo, o a lo que sea, es muy difícil que cambiaran de opinión escuchando ayer sus explicaciones. Tampoco cambiarán quienes siempre han pensado que hizo lo que tenía que hacer.
Ayer habló bien, como siempre, pero no había brillo en sus ojos, ni sonrisa cautivadora. El educado panel que le examinaba no tenía la agresividad de una manada de periodistas, pero se mostraron tenaces y más de una vez le dejaron con la palabra en la boca cuando se iba por las ramas. Algo a lo que no está acostumbrado. Quizás su mesura en las formas tenía algo que ver con la presencia, a sus espaldas, de 20 familiares de soldados británicos muertos en Irak.
La guerra para derrocar a Sadam Husein marcó un antes y un después en la carrera política de Blair. El desencanto con su gestión había empezado mucho antes,
pero desde entonces los británicos sólo son capaces de verle los defectos. La sombra de Irak le persiguió hasta su último día en Downing Street. Y aún le persigue.
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