_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mansión de Drácula en Atocha

Vicente Molina Foix

He buscado su huella, habiendo tenido que subir y bajar casi a diario en las últimas semanas la calle Atocha. Naturalmente, no la he encontrado. Llego demasiado tarde. No es demasiado tarde, sin embargo, para descubrir, o redescubrir, o simplemente leer a Ángel Vázquez, que murió en el número 98 de esa calle pronto hará treinta años. ¿Y quién era este Ángel, que ni se llamaba así, y pocos hoy recuerdan, muertos también sus dos grandes amigos y valedores literarios Emilio Sanz de Soto y Eduardo Haro Ibars? Los franceses no habrían dejado pasar tan a oscuras el tránsito o, por decirlo a su modo, la vida más bien perra que Vázquez llevó antes de morir a los 50 años, y de hecho han sido los franceses los que ahora le están dando su merecido. La extraordinaria novela La vida perra de Juanita Narboni salió hace pocos meses traducida en Francia, con un prólogo muy esclarecedor de Juan Goytisolo, y el suplemento de libros de Le Monde le concedió su portada, con un artículo encomiástico de Raphaëlle Rérolle en el que esta crítica hablaba a propósito de Tánger -escenario del libro- de la "femme-ville".

Ángel Vázquez fue un desplazado, un insatisfecho y un raro literario

De aquella "mujer-ciudad" o "ciudad-mujer" en la que nació Antonio Vázquez en junio de 1929, salió huyendo el rebautizado Ángel (Antonio le parecía nombre de torero) a mediados de 1965, pues la urbe norteafricana que tanto había atraído a Paul y Jane Bowles (gran amiga y primera en creer en su valía como escritor), a Truman Capote, Tennessee Williams, Djuna Barnes o William Burroughs, a Vázquez le parecía "muy convencional, artificiosa y superficial". Después de deambular por diversos lugares españoles, Vázquez se instalaría en Madrid hasta su muerte, en una penosa decadencia física de gran bebedor desordenado y escritor inseguro que escribe y destruye lo escrito, aunque no desde luego La vida perra de Juanita Narboni, que Planeta, sin ningún entusiasmo, publicó en 1976 (el autor había ganado en 1962 el premio de la editorial creada por José Manuel Lara con la muy interesante Se enciende y se apaga una luz. Esos dos libros, junto con su también novela Fiesta para una mujer sola, que ha reeditado Rey Lear, y una colección de relatos en Pre-Textos, constituyen el todo de su obra).

De la engañosa ciudad-mujer ("esa puta llamada Tánger", decía él), a la procelosa ciudad-hombre que Madrid quizá fue para Ángel Vázquez, autodefinido en carta a Emilio Sanz de Soto de 1966 como una mezcla de Jean Genet y Violette Leduc en edición de bolsillo: "Yo también soy un corrompido. Sin fe en Dios, egoísta y sin ninguna confianza en mí mismo. Homosexual, alcohólico, drogado, cleptómano...". Sanz de Soto solía decir, con todo el cariño y admiración que sentía por su paisano tangerino, que tanto adjetivo abismal le parecía una exageración del atormentado Vázquez, quien, según él, era menos truculento de lo que da a entender esa definición. Periodista culto, fino y políglota, aunque a veces ausente sin explicaciones de la redacción del diario España de Tánger, al radicarse en Madrid obtuvo un empleo en el Ministerio de Información y Turismo ("vestía como el funcionario perfecto", así le describió en sus memorias otra persona cercana a él, Eduardo Haro Tecglen), fue contratado como preceptor de su hija por Rocío Urquijo, y contó hasta el fin con el afecto de unos cuantos fieles: aparte de los ya citados, Carmen Laforet, que le animó en su carrera literaria y estaba en el jurado del Planeta que ganó Se enciende y se apaga una luz, los pintores José Hernández y Pablo Runyan, y el escritor Eduardo Haro Ibars, que le trató asiduamente y, espigado y enjuto como era, llamaba al más bien rechoncho Vázquez "mi pequeño genio redondito".

Ángel Vázquez fue un desplazado, un insatisfecho, y un raro literario, lo que contribuyó en su día a descolocarlo más de las capillas y corrientes imperantes. Irónicamente él decía que era incapaz de hacer literatura social, en los años de su madurez la menos leída pero la más prestigiosa, "porque soy pobre y las novelas de problemas sociales sólo las escriben los burgueses". Su tantas veces cómplice Haro Ibars resumió con mucho ingenio el libro ganador del Premio Planeta de 1962: "Una situación digna de Evelyn Waugh, plasmada en una novela que le debe mucho a la técnica narrativa de Virginia Woolf".

Desde la glorieta subo por la acera de los pares de la calle Atocha, imaginando en qué baretos bebería Vázquez "infusiones de whisky al principio y de tintorro después"; ha cerrado La Joya, que tantos bocadillos de calamares proporcionó al mundo de la alimentación elemental, aunque sigue abierto a la vuelta de la esquina otro clásico, El Brillante. Me detengo ante el número 98, un edificio de buena planta y cinco alturas, con un portal destartalado ahora (¿por obras?) y algo tétrico. Allí pasó el escritor, acogido generosamente en su casa de huéspedes por Trinidad Martínez, otra de las mujeres-protectoras que tuvo, sus últimos tiempos, y allí murió, en el piso que él llamaba "la mansión de Drácula". Sigamos esperando la resurrección entre nosotros de Ángel Vázquez, desde la tumba sin sosiego de la literatura maldita.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_