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Reportaje:SINGULARES | Luis Vallejo, maestro de bonsáis

Poemas de madera

La pasión por labrar árboles enanos de un paisajista enamorado de Japón

Pablo de Llano Neira

"Es un matiz, la torsión del tronco... el vacío entre las ramas". Luis Vallejo afina como puede las palabras para expresar la esencia de un buen bonsái. Mira un bosque de hayas metido en una maceta, un precioso manojo de árboles retacos con piso de musgo. "Los troncos se mueven buscando la luz, poco a poco; yo los guío para crear una forma, una armonía asimétrica".

No estamos ante un occidental volcado al misticismo oriental, sino ante un técnico que hace con las manos cosas que no se pueden decir con palabras. Los 300 arbolitos que expone este madrileño de 55 años en el Museo del Bonsái de Alcobendas, todos de su colección, recogidos del monte o comprados, trabajados durante años por él, son poemas con métrica propia.

Fue el cuidador de la colección de bonsáis que tenía Felipe González
La sabina rastrera es su obra maestra, un árbol con forma de serpiente pitón

La sabina rastrera es su obra más reconocida. Tiene la forma de una serpiente pitón incorporada y enroscada antes de atacar. El tronco, blanco hueso, hace un zigzag y deja a un lado, colgando en el aire, las ramas y las hojas verdes, con un trazo que recuerda al brochazo de Roy Litchtenstein, una enorme escultura pop en el patio interior del Museo Reina Sofía. "Es un bonsái de estilo literato, que consiste en escribir una palabra, un ideograma, con un árbol", explica Vallejo.

Su objetivo es acertar la forma. Considera que es la clave del cultivo de bonsáis y de toda la estética japonesa, fabricar algo con un equilibrio natural. "Ésa es la fuerza de la cultura de Japón", razona, "el conocimiento de la materia que se trabaja y el talento para encontrar su punto, el volumen, la forma. Es un juego formal, abstracto hasta el absurdo". Y cita un ejemplo de la maniática concisión de la cultura japonesa; un haiku, poema tradicional de tres versos: un viejo estanque / al zambullirse una rana / ruido de agua.

Vallejo comenzó su pasión por los bonsáis a finales de los sesenta, cuando su padre, también paisajista, volvió de un viaje a Estados Unidos con tres libros sobre el tema. En casa tenía un vivero y se lanzó a experimentar con los árboles que había. Su conocimiento de este "arte botánico", como lo llama, se concretó en los ochenta.

Entre 1987 y 1994 fue el cuidador de la colección de bonsáis que tenía Felipe González. El presidente solía escaparse con él los fines de semana a montañas españolas para caminar y coger árboles que jibarizar. La mayoría de los 200 bonsáis de La Moncloa están hoy a cargo de Vallejo en el Jardín Botánico de Madrid. Él conserva en Alcobendas un olmo japonés que le regaló a González el escritor colombiano Gabriel García Márquez.

Los indios jíbaros del Amazonas cortaban la cabeza a sus enemigos y luego la reducían al tamaño de una copa balón. Por eso decimos jibarizar cuando hablamos de algo que se achica contra natura. Pero Vallejo no está dispuesto a admitir el verbo. Le escama que se piense que hacer bonsáis es martirizar a los árboles. "Los ignorantes dicen que es una técnica de tortura, porque confunden los sentimientos de un animal con los de un vegetal. No es verdad. Quien vea el aspecto de un bonsái bien cuidado, cómo brota y florece, lo entenderá".

Una característica del jardín del Museo de Bonsáis de Alcobendas, abierto por Vallejo en 1994, es que tiene mucho material autóctono. Es Japón hecho con España; una síntesis que no se aprecia hasta que su autor explica el origen de cada cosa. Pedestales y losas de cuarcita segoviana para exhibir los árboles, vasijas de adorno de piedra volcánica de Lanzarote, cantos rodados del río Tajo para el suelo, albero y traviesas de ferrocarril de Renfe para delimitar los caminos del jardín. También hay bonsáis autóctonos. Pinos albares, madroños, sabinas, alcornoques, olivos.

Otros bonsáis los importó de Japón, labrados ya por maestros japoneses, pagando por ellos un dineral, hasta más de 10.000 euros. El dinero es lo único que enfría su admiración por el archipiélago de Extremo Oriente: "No suelen ser muy desprendidos. Lo último que me han regalado es una piedra", lamenta Vallejo, que en 2008 recibió la Orden del Sol Naciente, el mayor distintivo que concede a extranjeros la Casa Imperial de Japón.

Tacañería aparte, el maestro del bonsái reconoce la distancia entre las maneras de nipones y españoles. Vallejo recuerda a un grupo de jubilados japoneses andando en fila por un jardín de musgo, silenciosos, recogiendo hojitas sueltas que pudiesen pudrir el suelo. Un ejemplo de sensibilidad por la naturaleza y el espacio público.

El contraejemplo lo ilustra Vallejo con la historia del estanque exterior del Museo de Alcobendas, que tuvo peces de colores hasta que se impuso la realidad: "Los niños de los alrededores venían a tirarles piedras. Hasta se llegaron a traer cañas de pescar".

Después de 15 años de abrir el Museo, en el estanque no queda rastro de vida acuática. Sólo agua marrón y empantanada. Muros adentro, Vallejo mantiene a resguardo su reducto de civilización oriental.

Luis Vallejo en el Museo de Bonsáis de Alcobendas; el árbol pequeño es el que regaló García Márquez a Felipe González.
Luis Vallejo en el Museo de Bonsáis de Alcobendas; el árbol pequeño es el que regaló García Márquez a Felipe González.SAMUEL SÁNCHEZ

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