'Our class': fantasmas del pasado
La obra de Tadeusz Slobokzianek, en el Cottesloe, revela la verdad sobre la matanza judía de Jedwbane en 1941, y es uno de los grandes éxitos de la temporada londinense: denuncia, épica y emoción incontenible
El pasado sábado, Félix de Azúa publicó en este diario un estupendo artículo sobre el origen de las guerras, esa revuelta mezcla de "enajenación, embriaguez ante el olor de sangre humana, agravios remotos, alucinaciones nacionales y patrias heridas de muerte". Hablaba Azúa de un amigo, superviviente de la guerra de los Balcanes, y de su grupo de compañeros universitarios, "que se reunían sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero", y que de repente, de un día para otro, se convirtieron en enemigos irreconciliables, en desaparecidos, en víctimas de una u otra bandera. Justamente de eso va Our class, de Tadeusz Slobodzianek, uno de los grandes éxitos de la temporada teatral londinense y una de las obras más emocionantes que he visto en mucho tiempo; una valiente denuncia y una saga con el aliento de las grandes novelas y las grandes películas. El 10 de junio de 1941, los judíos de Jedwabne, un pueblo del noroeste de Polonia, fueron conducidos hasta un granero y quemados vivos. Durante medio siglo, la masacre fue atribuida a los ocupantes nazis. En 2001, el historiador Jan Gross reveló en Neighbours que los verdaderos responsables fueron polacos: la gente del pueblo, sus propios amigos y vecinos. En 2004, la periodista Anna Bikont corroboró los hechos en We from Jedwabne. A partir de ambos textos, Slobobzianek arma en 2008 la épica ficción de Our class, traducida al inglés por Ryan Craig, y estrenada antes en el Cottesloe (NT) que en su tierra natal, donde el tema sigue siendo tan poco grato como el de la colaboración en Francia. El relato narra las vidas (y muertes) de diez compañeros de la escuela de Jedwabne, cinco judíos y cinco católicos que viven ajenos a sus presuntas "diferencias" hasta que comienzan a soplar los vientos doctrinarios. Vientos del nacionalismo polaco, cuyos ensotanados representantes predican el odio a los "asesinos de Cristo", y engañosos vientos de cambio, que llegan con los soviéticos en 1939. Menachem (Paul Hickey) y Katz (Edward Hogg) han abrazado la causa de la izquierda, pero no tardan en descubrir la oscura verdad del estalinismo. Rysiek (Rhys Rusbatch), Heniek (Jason Watkins) y Wladek (Michael Gould) entran en la resistencia. Zygmunt (Lee Ingleby) traiciona al grupo: denuncia a Rysiek a los rusos y culpa a Katz para cubrirse. Abram (Justin Salinger) ha emigrado a Estados Unidos y envía esperanzadas cartas desde el Nuevo Mundo, empeñado en creer que la amistad de sus compañeros sigue siendo indestructible. Tras la anexión nazi de 1941, los judíos vuelven a ser el chivo expiatorio: por "antipolacos", por antiguos prosoviéticos, por su diferencia. Las hordas del pueblo, enardecidas por los hitlerianos, se suman a la caza, y los cuatro jóvenes patriotas, con manos libres para saquear y matar, acaban a golpes con Katz y violan a Dora (Sinead Matthews), la esposa de Menachem, aprovechando su ausencia.
Cuesta elegir entre tal o cual actor porque todos son, pese a su juventud, de primerísima fila
Cuesta, igualmente, quedarse con tal o cual escena porque las cotas de emoción se agolpan en el recuerdo
La primera parte acaba con la estremecedora escena de la masacre en el granero, narrada en contrapunto por las voces de los asesinos y el monólogo de Dora, camino del suplicio con su hijo en brazos. Es imposible sintetizar aquí todas las peripecias de la segunda parte, que cubre sesenta años de las vidas de los personajes, desde el final de la guerra hasta el presente. Pasan a primer plano las otras dos mujeres del grupo escolar, la campesina Zocha (Tamzin Griffin), que oculta a Menachem en su casa, y la judía Rachelka (Amanda Hale), que se casa con Wladek, previa "cristianización" y cambio de nombre; también gana en profundidad el personaje de Menachem, ahora capitán de la policía secreta polaca y cazador de antisemitas, y el trágico perfil de Wladek, loco de amor y torturado por la culpa. Y los de Zigmund y Heniek, convertidos en pilares de la comunidad (falso héroe de guerra el primero, sacerdote el segundo) que, como en Mystic River, la novela de Lehane, viven bajo el peso insoportable del secreto que, inevitablemente, acabará por emerger. Es magistral la organización narrativa de Slobodzianek (aunque no le vendría mal algún recorte: la función se pone en tres horas), aunque no lo es menos la puesta en escena de Bijan Sheibani, gran revelación en el Grec 07 con The Brothers Size, que se llevó el premio al mejor espectáculo extranjero de la crítica barcelonesa. Desnudez, claridad y un superlativo trabajo actoral siguen siendo las bazas de este joven director británico. Escenario vacío, luz cenital, diez sillas, y otros tantos intérpretes que realizan la proeza de pasar de la infancia a la vejez sin maquillajes, sin pelucas, sin clichés. Diez intérpretes que narran y dialogan, que pasan de la reflexión al arrebato, que cantan y bailan, que se abrazan y pelean, y que nunca abandonan el rectángulo del Cottesloe, porque el texto pide que los personajes muertos continúen en escena, fantasmas siempre presentes en la memoria de los vivos. Dos sutiles y poderosísimas pinceladas de dirección: la leve columna de humo cayendo de los telares durante el pasaje del incendio, y el hoyo cubierto de cenizas que aparece en la segunda parte, tras el intermedio, en el centro exacto del escenario. Cuesta elegir entre tal o cual actor porque todos son, pese a su juventud, de primerísima fila; cuesta, igualmente, quedarse con tal o cual escena porque las cotas de emoción se agolpan en el recuerdo, pero hay tres momentos que me partieron el alma: Dora, la alegre Dora, avanzando hacia la hoguera convencida de que les llevan al gueto de Lomza; las piernas de Rachelka doblándose durante el tango con Wladek, al ver que todos los regalos de boda son objetos saqueados en las casas de sus amigos muertos; la carta final del viejo rabino Abram, desde Nueva York, enumerando la lista de nietos y bisnietos y primos y sobrinos que han acudido al funeral de su esposa, su inmensa familia superviviente: la misma voz, orgullosa y entera, que recitó los nombres de la masacre. Our class pasará pronto al West End, está cantado. También debería conocerse cuanto antes en nuestro país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.